Giulia está convencida de que el amor verdadero no existe. En realidad su corazón le dice lo contrario. Hace muchos años que busca una relación estable con un chico, una relación seria, no como esas que están vinculadas sólo a la carnalidad y a la satisfacción de los sentidos y que duran el espacio de pocas semanas, como máximo algunos meses. Sus padres están separados desde que era niña, tan pequeña que ya no se acuerda de toda la familia reunida y feliz. Sus últimos recuerdos están relacionados con las discusiones de sus padres. Ahora su madre tiene una nueva familia, un compañero que vive en casa con ellos. Cuánto durará esta nueva historia es la pregunta que se plantea Giulia, que ya no cree que su madre, después de la ruptura matrimonial, pueda conservar durante mucho tiempo otra relación.

La historia de Giulia es la de tantos chicos de nuestro tiempo, hijos de una época incierta, en la que las relaciones estables son ya una minoría respecto a las provisionales. Los padres que se separan a menudo me dicen en los coloquios que para los hijos ha sido lo mejor. Pero cuando hablo con los chicos me doy cuenta que en la mayor parte de los casos no es verdad. Sin embargo, los padres se engañan diciendo que han tenido en cuenta a sus hijos en sus propias decisiones. En las preguntas que muchos de mis estudiantes plantean sobre el amor emergen todas las incertezas y el escepticismo en el que crecen.


Es evidente que educar a la afectividad presupone una visión particular del hombre. A menudo los fautores y los promotores de esta educación en las escuelas se presentan como inocuos portavoces de una enseñanza ascética, pero en realidad son, demasiado a menudo, los mensajeros de una cultura cínica, escéptica, materialista, en la que el amor queda reducido sólo a la esfera fisiológica. En las escuelas primarias o secundarias, la educación a la afectividad está a menudo condensada en una educación a la sexualidad en la que los educadores pronto sustituyen a los padres y en la que se afrontan temas en edad demasiado temprana; temas que sería mucho mejor que fueran tratados en la familia en los tiempos oportunos y adecuados al crecimiento psicofísico de cada joven. ¿Cómo podemos pensar que los tiempos de crecimiento de todas las personas son los mismos y que se pueden afrontar cuestiones tan delicadas con un destinatario tan frágil y que tal vez no está aún preparado, lo que puede provocar en ellos un trauma? Es fácil intuir los daños que estos jóvenes podrían sufrir y me lo han confirmado los padres cuyos hijos han padecido esta educación violenta y lesiva.

Antes de preguntarse qué es la afectividad, es indispensable preguntarse verdaderamente quién es el hombre. La cultura hodierna tiende a presentar la sexualidad como uno de los placeres que hay que satisfacer, equiparable a los otros placeres u otros aspectos lúdicos de la existencia, o a las necesidades primarias del hombre. Esa consideración hunde sus raíces en una visión del hombre exclusivamente materialista, según la cual se nos considera iguales a los animales.

Toda la cultura de ascendencia positivista, cientificista y darwiniana se puso en marcha, sobre todo en las escuelas, hace ya un siglo y medio con la finalidad de transmitir el mensaje que entre nosotros y los monos no existe en realidad diferencia alguna, a no ser el hecho de que nosotros estamos sencillamente más arriba en la línea evolutiva. Sería largo recorrer las etapas del gradual y solapado afirmarse de un presupuesto que aniquila cualquier afirmación que el hombre es, en realidad, algo más que un grumo de células. Si el hombre es un agregado de células, un conjunto de nervios, de impulsos, de necesidades y nada más, es necesario, además de justo, satisfacer cualquier necesidad que surja. El amor aparece sólo como una idealización de estas reacciones hormonales y químicas y de pulsiones físicas. Leamos como É. Zola, gran teórico del Positivismo, se expresa a este propósito: «El hombre metafísico está muerto y nuestro terreno se transforma por completo con el hombre fisiológico. Indudablemente, la ira de Aquiles, el amor de Dido son representaciones eternamente bellas, pero ahora debemos analizar la ira y el amor y ver propiamente cómo funcionan estas pasiones en el hombre». De este modo el hombre, en su complejidad, es reducido exclusivamente a un componente físico.

Para adentrarnos mejor en el sentimiento que une a un hombre y a una mujer tenemos que intentar entender mejor el misterio del ser humano, una complejidad tan grande que no puede ser circunscrita a la esfera física. El hombre es espíritu y cuerpo, componentes que no sólo no están separados, sino que están unidos en una relación recíproca. No se puede, por lo tanto, hablar completamente de sexualidad y de afectividad delimitando el ambito a la esfera física y excluyendo así el ambito de las expectativas, de los deseos, de las preguntas, de la realización y del cumplimiento de la persona, es decir, del espíritu. En pocas palabras, también en el ámbito de la afectividad, como por otra parte en todas las esferas de la naturaleza humana, no emerge solo el componente del instinto y del impulso. Una relación afectiva sólo puede ser vivida en todos sus componente con esta apertura que salvaguarda y respeta todos los aspectos del hombre. Esta apertura a todos los factores de la realidad se llama razón. Dante define lujuriosos en el canto V del Infierno precisamente a quienes la «razón someten al talento».

Sentimiento y atracción («talento») son, por otra parte, importantes, pero no pueden aplastar a la razón. Querer bien al otro significará querer el bien del otro, su realización y su cumplimiento. ¿Cómo puede considerarse amor verdadero una relación que no realiza y no cumple, que no mira al destino y al camino del otro? ¡Cuántas veces se oye decir que dos personas se aman aunque después no se ayudan a amarse realmente bien, sino que simplemente satisfacen un placer sexual narcisista! ¡Qué importante es, en cambio, aprender a mirar al otro con la distancia que permite verle por lo que es, distinto de nosotros, de nuestras pretensiones y, sobre todo, con un camino, con un destino! La mano que arranca la flor para poseerla la obliga a un rápido marchitamiento. Quien da un paso atrás puede observar la flor y sorprenderse, maravillado, de su belleza. ¿Quién entenderá mejor a la flor: la persona que la ha arrancado o la que la ha admirado? ¿Quién amará mejor a su chica? ¿El que sabrá esperar y se maravillará de un amor que crece y sabe manifestarse en distintas formas de afectividad o el que pretenderá poseer al otro antes aún de haberse prometido, de haberse sacrificado por él? ¿Será amor la egoísta y narcisista satisfacción del proprio deseo sexual o la excepción que no satisface inmediatamente el deseo, pero sólo para salvaguardarse a sí mismo y a la persona amada? ¡Cuánta educación reside en esta mirada pura sobre la realidad que permite mirar las cosas por lo que son, no por nuestro deseo de posesión!


Un texto que nos puede introducir en la educación a la afectividad es El taller del orfebre, magnífica obra de teatro del Papa Juan Pablo II, escrita en 1960, cuando Karol Wojtyla era todavía obispo de Cracovia. Tres diálogos entre tres parejas se suceden según el ritmo paciente de la conciencia que reflexiona sobre el pasado y sobre las elecciones decisivas para la existencia. Un personaje une las tres historias, la del orfebre, que no toma nunca directamente la palabra. La verdad de sus palabras está evocada en los diálogos de las parejas.

El amor conyugal une lo que está dividido, llena de una presencia el deseo humano y la pregunta de plenitud. «El amor puede ser también un choque en el que dos seres humanos tomen conciencia de que deben pertenecerse, a pesar de la falta de estados de ánimo y de sensaciones comunes. He aquí uno de los procesos que suelda el universo, une las cosas divididas, enriquece las mezquinas y ensancha las angostas». El único amor que sabe unir lo que está dividido, que sabe recoger en un solo volumen lo que está disperso es el amor de Dios.

Cuando Karol Wojtyla describe la relación conyugal como unidad hace alusión al misterio sacramental del matrimonio. El matrimonio es sacramento porque en él el signo coincide con el Misterio, en la unidad de los esposos está presente Aquel que hace posible esta unidad. Lo que no es posible para los hombres, lo es para Dios. Hay una analogía entre ese amor humano tan frágil que une a un hombre y a una mujer en el matrimonio hasta el acogimiento de los hijos y el amor de Dios cristiano trinitario. Los anillos del dedo «señalarán nuestro destino. Nos harán rememorar el pasado como si fuera una lección que hay que recordar. Nos abrirán de nuevo cada día y de par en par el futuro, vinculándolo con el pasado. Y juntos, en todo momento, servirán para unirnos de manera invisible, como los anillos en los extremos de una cadena».

El amor es la fuerza de atracción, el vínculo más fuerte que existe. Los anillos por sí solos no tienen peso, no tienen valor, reciben el significado por la comunión de los dos esposos. El peso de los anillos de oro «es el peso específico del ser humano». La fe es el signo de un amor que tiene el alcance de todo nuestro destino. El amor «no puede durar sólo un momento. La eternidad del hombre pasa a través del amor. Por eso se encuentra en la dimensión de Dios – sólo Él es Eternidad». La experiencia del amor es lo que más nos acerca a la condición divina, en la experiencia del amor el hombre coge parte de la naturaleza divina. No hay palabra que pueda ser pronunciada en nombre del amor que tenga una escasez temporal o un límite espacial. Sólo se pueden decir con verdad palabras de amor a la propia mujer cuando se desea que ellas tengan valor para la eternidad. Lo que es por poco tiempo es falso, no dura, no es verdadero. Sin embargo, mucha cultura contemporánea empuja a vivir sólo el instante siguiendo un burdo y superficial carpe diem (vive el instante). «Existir sólo un instante, sólo ahora y separarse de la eternidad. Coger todo en un momento y perderlo todo enseguida. ¡Ay!, maldición del momento que llega después y de todos los instantes que le siguen».

El hombre busca a menudos los amores olvidándose del Amor, de ese Amor del que sentimos nostalgia y que echamos de menos. Así, en el segundo acto de la obra, que tiene como protagonistas a una pareja en crisis (Esteban y Ana), el amigo Adán empuja a la mujer a no pararse en las apariencias, a que mire el deseo profundo que se alberga en el corazón del hombre. En el fondo de cada corazón hay nostalgia por el Esposo.

La figura de Adán encarna al hombre plenamente hombre. Será él quien recordará, en un largo monólogo conclusivo, el significado más profundo del amor: «Algunas veces la vida humana parece demasiado corta para el amor. Otras, en cambio, no, el amor humano parece demasiado corto para una vida larga. O tal vez demasiado superficial. En todo caso, el hombre tiene a disposición una existencia y un amor, ¿cómo hacer de ello un conjunto, una totalidad que tenga sentido? Este conjunto, además, no puede estar nunca cerrado en sí mismo. Debe estar abierto porque por un lado debe influir sobre los otros seres y por el otro debe reflejar siempre el Ser y el Amor absoluto. Al menos, debe reflejarlos de alguna manera».

¡Cuántos amores, cuántas relaciones, cuántos matrimonios acaban porque en los dos esposos no se ha profundizado la conciencia de que nuestro deseo de felicidad no puede ser colmado por la persona que amamos, pero no por esto la persona vale menos! En cuántas parejas el entusiasmo inicial se hace ilusiones de que el compañero o la compañera es la respuesta a la humana sed de felicidad. «El amor es un desafío continuo», cada instante se juega sobre nuestra elección de amar, de reafirmar el camino emprendido un día hacia nuestro destino. «Si el destino no romperá el amor, será una victoria del hombre». El amor sana las heridas, recompone los traumas y llena las ausencias y las carencias.

Artículo publicado en Tempi.it.