En todo el gran debate sobre “temas éticos” en acto me parece que, paradójicamente, se está dando poco espacio a la moral. Y sin embargo, debería ser tarea de los pastores indicar dónde hay “pecado”, es decir, ofensa a Dios, a través de una violación consciente de su Ley (o Palabra).
Si no se habla nunca de ello, la gente acaba pensando que “no hay pecado”. Hablando concretamente y sobre cuestiones que están a la orden del día, hacer una “donación” de esperma, ¿es o no es contrario a la moral? Si es una buena acción, impulsémosla; pero si es pecado, ¿por qué no se dice que lo es? Lo mismo vale para los óvulos. La fecundación in vitro (homóloga o heteróloga) ¿es o no es contraria a la moral? Me parece haber leído recientemente en palabras de un exponente católico que la fecundación homóloga “no plantea problemas éticos”. Tal vez sea esto lo que piensa ya la mayoría de los católicos. Lo mismo vale para otros muchos temas, a saber: anticonceptivos, relaciones sexuales fuera del matrimonio, relaciones contra natura, etc. El silencio de los pastores respecto a estas cuestiones induce a la gente a pensar que como máximo puede haber contraindicaciones en lo que respecta a la salud, pero no problemas morales.
¿Pero de verdad la masturbación con la cual se obtiene el semen masculino no plantea problemas morales? Que yo sepa todavía nadie la ha eliminado de la lista de pecados contra el sexto mandamiento. Lo mismo vale respecto al aborto: es necesario recordar que incurren en pecado (gravísimo, que implica la excomunión) no sólo quien lo pide y el médico que lo realiza, sino también quien lo aconseja. De este modo, si una mujer decide abortar y el marido está de acuerdo, ambos pecan y, por tanto, no es sólo la esposa quien se debe confesar, sino también el marido. Quisiera preguntar a los confesores si han encontrado alguna vez a un hombre que se haya acusado de haber empujado a una mujer a abortar.
Es verdad, sería necesario hacer una lista de los “nuevos pecados”. Lo digo de manera provocadora. Pero hacer un discurso moral no significa aumentar el sentido de culpa, sino educar la conciencia al sentido del pecado. El sentido de culpa es deletéreo porque te obliga a enfadarte contigo mismo y te autodestruye. El sentido del pecado en cambio te sitúa frente a Dios que es misericordia y, por tanto, si te donas a Él encuentras el perdón y la paz, la fuerza de reparar el mal hecho y de volver a empezar en el camino del bien.
Si es verdad que la Iglesia es un “hospital de campaña”, da la impresión que los médicos de este hospital han decidido no revelar las enfermedades graves que llevan a la muerte al paciente, sino sólo dar algún paliativo. El Papa Francisco ha dicho una vez que la Iglesia no es una ONG que se ocupa de distribuir alimentos, medicinas, etc., y que tampoco debe reducirse a ser un “Centro de bienestar”, aunque sea espiritual.
La misión de la Iglesia no es hacer que la gente esté bien. Ciertamente, la Iglesia está contenta cuando la gente vive en paz, tiene un trabajo, una instrucción, cuidados médicos, etc., pero esta no es su misión específica. Las obras de misericordia (corporal y espiritual) las han inventado los cristianos y esto significa que la fe tiene ciertamente un valor social porque enseña a vivir según la justicia de los mandamientos, a no hacer el mal al prójimo y a comprometerse con la solidaridad. Por eso, cuando la vida se organiza según la fe cristiana la sociedad vive mejor, se establece la concordia y la colaboración entre los ciudadanos y se custodia la paz, que es un bien común para individuos y para pueblos.
Sin embargo, la misión de la Iglesia, que es la misma que la de Jesús, no es hacer que la gente sea feliz en esta tierra, sino sobre todo enseñar lo que nos espera después de esta vida, en el más allá: una vida feliz con Dios o una eternidad desesperada sin Dios. La liturgia nos invita continuamente en sus oraciones a estar orientados hacia "los bienes eternos"; pero estas palabras nos resbalan encima como estereotipos, no tienen un significado real. El mundo secularizado, en el cual estamos inmersos, evita con cuidado ocuparse del más allá. Es un tema molesto. Para lo que además se profesan ateos, el problema ni tan siquiera se plantea porque, según ellos, después de esta vida no hay nada (¿pero cómo lo saben?); más bien al contrario, acusan al pueblo cristiano, que aún se preocupa de la salvación de la propia alma, de tener un comportamiento interesado y, por tanto y resumiendo, hipócrita y mezquino. No nos damos cuenta de que la “salvación” ofrecida por la fe no es un bien material, sino espiritual y personal.
El infierno, del que habla el Papa Francisco, es arruinarse a uno mismo, destruir la parte mejor de uno y hundirse en el sinsentido; es acabar en la prisión del egoísmo, en el que no amo a nadie y no soy amado por nadie, en el que odio y soy odiado por todos. Esta es la perdición eterna que tenemos que evitar.
El paraíso, en cambio, es la realización de uno mismo en la verdad y en el bien, es realizarse en el amor como persona amada y amante. Efectivamente, no son las cosas sino el amor lo que hace felices, por lo que todos pueden alcanzar esta felicidad porque todos pueden amar o aprender a amar siguiendo a Cristo. De este modo, la fe cristiana ofrece felicidad a todos; pero no una felicidad individualista, sino social, porque el amor es interpersonal y la felicidad es mayor cuantas más sean las personas que amo y que me aman.
Esta es la “buena noticia” que los cristianos han recibido y quieren comunicar a los demás. Pero para que este discurso no se quede sólo en buenas palabras, necesitamos educar la conciencia moral que nos enseña donde está el bien que uno tiene que hacer y el mal que hay que evitar.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.