En la segunda mitad del siglo XX, fueron muchos los analistas que vieron en la ideología marxista el mayor enemigo del cristianismo. Y esto, tanto por las persecuciones que los regímenes comunistas dirigían -siguen haciéndolo todavía en algunos lugares- hacia los creyentes de las diversas religiones, como por la explícita profesión de ateísmo de la que siempre hicieron gala. Sin embargo, la historia se ha encargado de demostrarnos que la ideología más persistente y perjudicial era otra: el racionalismo ilustrado. Si lo característico del marxismo fue la negación de Dios, lo propio de la mentalidad racionalista ha sido, y es, la negación de la Revelación. Es decir, descartan por absurda la posibilidad de que Dios llegue a mantener una relación personal con nosotros. A la mentalidad racionalista le repugna que los misterios trascendentes sean presentados con la cercanía y la concreción propias de algo que está a nuestro alcance. La pretendida Revelación sería el recurso de los ignorantes, que necesitan ver y palpar, porque son incapaces de pensar y abstraer. (¡Cuántas similitudes con el pasaje bíblico del Libro de los Reyes (2 R 5, 115), en el que Naamán el Sirio, se resistía a aceptar que con sólo obedecer al profeta Eliseo, bañándose siete veces en el Jordán, podría quedar limpio de su lepra!) Sin embargo, esta mentalidad racionalista, que alardea de tener un concepto más puro y desarrollado de la divinidad, comete un tremendo error, al impedirle a Dios ser Dios. ¿Es que le vamos a decir nosotros a Dios lo que puede y lo que no puede hacer? ¿Y si Dios quisiese dirigirse al hombre como a su interlocutor, qué principio filosófico ilustrado se lo iba a impedir? Es curioso que quienes acusan a la religión de constreñir la divinidad en un “mensaje revelado”, caigan en la burda contradicción de supeditar la libertad de Dios a sus presupuestos ideológicos. Dicho en términos reivindicativos: ¡Dios tiene derecho a revelarse! Pero el hecho de la Revelación no es sólo una potestad divina, sino que además es perfectamente coherente con la imagen de Dios que la propia Revelación nos ha dado a conocer: ¿Cómo pedirle al Padre que renuncie a hablar con quienes ha adoptado como hijos?, ¿Cómo expresar una plena amistad con los hombres, si no es descubriéndoles todos y cada uno de sus más íntimos secretos?, ¿Cómo puede resignarse Dios a la perdición eterna de aquellos a quienes ama, renunciando a la posibilidad de corregirles, mientras esto sea posible? Si bien es cierto que la Revelación debe ser entendida siempre como un acto libre de Dios, al que no estaba obligado bajo ningún concepto, tenemos que añadir que se trata de una decisión en plena consonancia con lo más íntimo de su ser, que no es otra cosa que el Amor. ¿Hay algo más comunicativo que el amor? El rechazo racionalista hacia la Revelación, es la resistencia del hombre al amor de Dios. Es la desconfianza hacia lo que Dios quiera decirnos, o hacia lo que sus caminos puedan depararnos. El rechazo de la Revelación esconde la sospecha de que Dios viene a robar la autonomía del hombre y a impedir su felicidad. Frente a esto, la libre decisión de Dios de revelarse, es consecuencia de su amor apasionado, que le lleva a implicarse en nuestra propia historia. La Revelación no es otra cosa que Dios mismo saliendo a la búsqueda del hombre. Y como en toda relación interpersonal, siempre es necesario que alguien tome la iniciativa: «No sois vosotros quienes me habéis elegido a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16). ¡He aquí el misterio de la Navidad para el que nos estamos preparando! + José Ignacio Munilla, obispo de Palencia