Sintonizando una de esas tertulias de alto voltaje mediático, escuchaba el término “antropoceno“, y al saberme ignaro en la materia decidí permanecer a la escucha. La palabreja venía a definir la era geológica marcada por el impacto de la acción del hombre sobre el medio ambiente. Después de un coloquio cocinado a la científica, con la habitual melopea de datos de maltrato medioambiental, se manejaron dos tesis: la primera marcaba como comienzo de la era geológica la Revolución Industrial, y la segunda señalaba el Neolítico como punto de partida. Todo se redujo a dos posibles chivos expiatorios: el capital (“capitaloceno”, se llegó a decir en la tertulia), o la especie humana al completo desde su origen. Y es que el papel que sustenta la pararreligión medioambiental aguanta cualquier astracanada.
Acto seguido de la jactancia de no andarse con ideologías, los gurús de la sesión radiofónica ya tenían solución para tamaño veredicto: urgir a la humanidad a cambiar radicalmente sus hábitos de consumo y producción, a no ser que quisiéramos que nuestros descendientes heredasen un armagedón. Es curioso que la misma semana tuviera un servidor la oportunidad de sostener, en un debate cotidiano, que para salvar el mundo de la actividad del hombre, primero había que salvar al hombre de sí mismo (de sus grandes males) y empezar por reconocer la existencia del pecado original y la necesidad de volver a conceptos tradicionales en nuestro modo de vida.
Una de las principales características del pensamiento moderno y postmoderno es el complejo de doctor Frankenstein, atisbado ya desde tiempos de Rousseau, que es donde se inicia la cronología de su fracaso, porque las verdades fragmentadas a lo más que pueden aspirar es a erigirse en mentiras universales, y tratar de transformar la naturaleza del hombre en lugar de conducirla por el buen sentido (que no es otro que el sentido cristiano de la vida), es un contradiós sin fin. Un injerto incesante. El quid de la visión hegeliano-marxista, según la cual el hombre esta llamado a ser amo y señor de la naturaleza y de sí mismo, en aras de satisfacer todas sus necesidades.
En toda disciplina dada a la investigación se enseña que el primer paso para huronear sobre un asunto y llegar a buen puerto es la identificación correcta de la causa. Si el diagnóstico yerra, la solución agudiza el problema o cuando menos lo perpetua. Siguiendo a Santo Tomás, para percibir las realidades en su verdad hay que tener el espíritu bien dispuesto. Esto se hace revisando infundados apriorismos como las bondades de la primacía del individualismo, o la liberación de los instintos.
No hay disonancias entre lo que hacen los perpetradores del capitalismo (primer chivo expiatorio de los gurús) y la exaltación del individuo que tanto laudan en todas las tertulias del sistema; al contrario, el uso desarrapado de los recursos naturales y la compulsión filosófica individualista forman un matrimonio de conveniencia perfecto. Lógico y natural, pues, no escuchar en esas tertulias falsamente subversivas ni una sola palabra acerca de recuperar las nociones de la sociedad tradicional: familiaridad, religiosidad, comunalidad, abnegación y trascendencia.
A Pablo VI, en una audiencia general dada allá por 1972, no le hizo falta ser sermoneado sobre el capitaloceno, y las conductas cavernarias del Homo sapiens para diagnosticar uno de los grandes males contemporáneos: “El hedonismo se ha convertido en la filosofía común, el sueño de la existencia para muchos de nuestros contemporáneos“. A contrapelo, la solución mágica de los gurús de las tertulias versa en llevar a rastras al laboratorio del doctor Frankenstein a los hedonistas compulsivos, para adiestrarles en el arte de la producción y el consumo responsables; en lugar de seguir a Santo Tomás y leer atentamente las palabras de Pablo VI.
Por eso, en el macanudo mundo de la madre tierra, Greta Thumberg y las zarandajas sentimentales del armagedón ecologista seguirán pintando bastos y confiándose al doctor Frankenstein.