Las cifras del primer trimestre de este año son escalofriantes: veinte mujeres han sido asesinadas por sus respectivas parejas, aunque habría que decir mejor por sus parejos de seguir la jerga puntillosa y diferenciada de las feministas, pero el tema es demasiado trágico para hacer chanzas con él. Veinte víctimas son muchas. Una sola ya sería demasiado, pero las veinte registradas hasta ahora supone que de seguir esta escalada llegaremos a fin de año con casi un centenar de mujeres fallecidas por muerte violenta doméstica. El año pasado fueron 48, o sea, de continuar a este ritmo, en 2014 puede duplicarse la cifra. Un horror social.

El hecho llamativo o extraño es que a simple vista de los números, la dramática escalada coincide con el incremento de la presión feminista en la sociedad. Claro que de esta coincidencia no puede establecerse la ecuación de que a mayor presión feminista más virulenta es la reacción machista como podría creerse juzgando a la ligera. No sería correcto ni justo, aunque..., me explicaré

Ahora se pretenderá frenar la hemorragia inadmisible de tanta víctima femenina, con normas y más normas –que es con excesiva frecuencia lo más que saben hacer los políticos-, normas de carácter policial y penal, en un intento que resultará fallido –al tiempo me remito- de atajar el mal, el peligro de cada situación de riesgo antes de que sea demasiado tarde. Bueno, algo podrá adelantarse en este sentido con una eficaz política preventiva, pero que nadie se haga demasiadas ilusiones respecto a sus logros finales. Erradicar de raíz esta plaga no es cuestión de diagnósticos más o menos precoces, actuando rápidamente por síntomas a veces engañosas, sino de superar la profunda crisis moral que sufre nuestra desnortada sociedad. Sí, sí, no se rían los progres, en el enorme déficit moral que padecemos está la causa fundamental de este y otros muchos males sociales.

Ya sé que hablar de moral no está de moda, ya no se lleva. Sé que se ha banalizado el matrimonio dando entrada en el concepto a las más peregrinas uniones personales; sé que los mocitos de ahora ya no se casan ni por el juzgado, que lo que ahora “mola” es vivir en pareja, o sea emparejados como los animalitos silvestres; que se “exige” aborto a escape libre (el “aborto es sagrado” ¡qué aberración más monstruosa, sacralizar el crimen!, “nosotras parimos, nosotras decidimos”. etc.). En resumen, “el todo vale”, pero si todo vale, vale todo, todo y en todo. Vale meter la mano en el cajón si hay ocasión de hacerlo, vale crear una inmensa red de EREs fraudulentos, vale vivir de la sopa boba sindical a costa del esfuerzo ajeno o la ubre estatal, etc., etc.

Una vez derribado el muro moral, por ejemplo, con el aborto nunca justificable, faltando por completo al absoluto respeto que merece toda vida humana, desde la concepción hasta el trance final, ¿cómo podemos sorprendernos de que haya individuos desalmados que tampoco respeten la vida de sus parejas? ¿Coartarse por el hecho de ser mujeres? ¿En qué código “moral” del “todo vale” está eso escrito? Si se puede matar impunemente a un nasciturus –a cientos de miles sólo en España- por qué no se puede liquidar a la prójima que incordia o a cualquier prójimo fastidioso. ¿Qué de ese modo el mundo sería un infierno? Naturalmente. Matar al prójimo o prójima de cualquier edad y por cualquier circunstancias, es un crimen, y como crimen lo trataría una sociedad donde el supremo valor moral fuera el respeto mutuo, el principio de respetar a los otros, tanto más cuanto más desvalidos fuesen, como queremos que nos respeten a nosotros. Esta debería ser la ley ética universal. ¿Lo es? He aquí el quid de la cuestión. De donde se infiere que todos los policías del mundo –al menos los de este país- no lograrán acabar con esta plaga que nos aflige, por mucho que griten aquellos grupos que menos derecho tienen para levantar la voz, por su perverso comportamiento en otros aspectos de la conducta humana.