Una de las afirmaciones que más enervan a la gente enzarzada en los debates inanes de la demogresca (por eso yo disfruto como un enano repitiéndola) es que el liberalismo y el socialismo, con las infinitas escuelas o chiringuitos epigonales nacidos a su rebufo, comparten un mismo «núcleo místico». Y que lo mismo ocurre con las respectivas doctrinas económicas que prohijaron, capitalismo y comunismo.
A los ingenuos que rechacen esta afirmación les recomiendo la estupenda entrevista que Jorge Bustos le hizo hace un par de semanas a un inteligentísimo Íñigo Errejón. Allí Errejón lanzaba un ditirambo exultante del liberalismo, al que calificaba como «la primera doctrina nacional y popular de España», con «un principio emancipador brutal». Y proseguía Errejón: «Luego el socialismo trata de llevar esos principios liberales un poco más allá. No los refuta: los adopta y los amplía. No choca con el liberalismo: lo desarrolla». Por supuesto, la caracterización del liberalismo como «primera doctrina nacional y popular de España» es completamente peregrina. Pues si ha habido una doctrina política verdaderamente popular en España ha sido, precisamente, el antiliberalismo, como prueban el rechazo heroico del pueblo español primero a la dominación napoleónica y luego a las sucesivas usurpaciones liberales. Pero aquí no nos interesa tanto refutar falsificaciones históricas como resaltar que, en efecto, la izquierda abraza y considera propios los principios del liberalismo, que a la postre -como nos enseña Castellani- son fundamentalmente idolatrías: idolatría del progreso, encargado de instaurar un nuevo paraíso terrenal; idolatría de la ciencia, con la cual el hombre quiere hacer otra torre de Babel que llegue hasta el cielo; idolatría de la carne, para convertir a los hombres (¡y mujeres, oiga!) en chiquilines sin prole, engolosinados con una sexualidad plurimorfa…. Idolatrías todas, en fin, que se resumen en una obsesión monomaníaca por la libertad, que -remata Castellani- «vino a servir maravillosamente a las fuerzas económicas y al poder del Dinero, que también andaban con la obsesión de que los dejasen en paz. Y los dejaron en paz: triunfaron sobre el alma y la sangre la técnica y la mercadería; y se inauguró en todo el mundo una época en que nunca se ha hablado tanto de libertad y nunca el hombre ha sido en realidad menos libre».
Errejón, que en la entrevista proclama con entusiasmo su adhesión al liberalismo político, pone sin embargo distancia con su plasmación económica, que denomina «neoliberalismo» y no «capitalismo» (supongo que por no espantar a los lectores sistémicos o moderaditos). Pero Marx dejó escrito que el comunismo procede del capitalismo y se desarrolla históricamente con él; y es que, en efecto, el comunismo -que es un epifenómeno reactivo a la libertad enloquecida del Dinero- es, como el propio liberalismo, hijo del racionalismo del siglo XVIII, que produjo el contrato social y el laissez faire. Capitalismo y comunismo, como nos enseña Chesterton, poseen una misma alma, que es el despojo de la propiedad; y sólo se distinguen en la identidad del ladrón, que en un caso es la plutocracia acaparadora y en otro el Estado Leviatán.
El liberalismo, con su «principio emancipador brutal», genera un espejismo euforizante de libertad política que termina siendo inestable, porque choca con la falta de libertad económica del capitalismo (que concentra la propiedad de los medios de producción en unas pocas manos, convirtiendo a la mayoría de la población en asalariados sin libertad económica). ¿Cómo salvar esta contradicción que, a la larga, haría inviable el capitalismo? Responderemos a esta pregunta en un próximo artículo.
Publicado en ABC.
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