Cuesta encontrarle sentido al dolor. Y aún más, encontrarle “un” sentido. Ya no digamos lo difícil que llega a ser para tantos de nosotros encontrar “el” sentido, ese que Dios nos pide al mostrarnos, tanto más a lo vivo, la cara mala de nuestra naturaleza caída. “¡Ay, Dios mío!”, exclamamos; “¿¡por qué yo!?”. Yo que soy bueno, yo que cumplo o intento cumplir mi vida espiritual y humana de manera coherente con lo que digo y pienso...
El dolor, en efecto, es un misterio. Pero la doctrina cristiana es en eso como en todo muy clara: todo proviene del plan de Dios, que, no lo olvidemos, fue roto por el hombre y la mujer, de manera deliberada, personal y hereditaria, con su pecado original, con el ansia de poder y dominio que ha comportado, comporta y comportará hasta que consigamos vivir en la bienaventuranza eterna del Cielo.
Nuestra esencia original ha sido esquinzada en jirones que suponen un gran desgarro: la pérdida de la bondad, la dulzura y la belleza del Paraíso. En su lugar, aparecieron la amargura, el sufrimiento, el dolor. Usando mal su libertad, el hombre quiso ser como Dios, conocedor del Bien y del Mal, y lo consiguió: ya sabe que va desnudo.
Sentirse el hombre desnudo es, en efecto, el gran drama de nuestra vida en la Tierra. Y, como al pobre siempre le llueve sobre mojado, así también le ocurre al alma: cuanto más se revuelca en su propia inmundicia, más en jirones se siente rasgada. De manera que nos encontramos con un ser humano enemigo de sí mismo, de su propia carne y su propio espíritu, hasta de su prójimo. Desnudo. No tiene nada que le sea propio, todo le proviene de su Creador, el Dios Omnipotente. Sin embargo, trata de apoderarse de todo cuanto puede para reafirmar su orgullo y su afán de suficiencia. Es así como, bien al contrario de su pulsión interior por el Bien, llega a multiplicar exponencialmente su propia debilidad, haciéndose el secular artífice provocador de sí mismo y su descendencia. Es La Gran Contradicción, la más enloquecedora de sus indecencias: con la pérdida de su amistad con Dios, quiere porque tiende al Bien, pero hace el Mal, personal y comunitario, como afirma San Pablo (Cfr. Rom 7,19).
En ese camino más o menos lodazal y fruto de su propia soberbia, que le ciega para todo lo que sea el reconocimiento de la Verdad, de la realidad de la vida y de su vida, nos encontramos con un ser humano lleno de contradicciones. Todas y cada una consecuencia de las anteriores, con lo cual se enmaraña y le es difícil ver la Verdad, y más aún asumirla y obrar en consecuencia.
Porque ¿quién no se siente abatido cuando un ser querido le traiciona? Vemos ahí el mal como algo que nos afecta, pero que no reconocemos como algo propio: “¿Por qué yo?”. Sin embargo, ¿hay algún mortal que no se sienta tentado de atribuirse el bien que hay en su vida, comenzando por el de sus potencias y virtudes y siguiendo con aquel que es consecuencia de sus buenas obras? Observamos, ahí también, el bien como algo que nos afecta, pero atribuido a uno mismo: “Me lo merezco”, “soy el mejor”. Sin embargo, todo –todo- nos proviene de la Bondad de Dios: el Bien, por su propia esencia; el Mal, del demonio, pero “filtrado” por la permisión de Dios, para sacarle un bien mayor. Eso queda demostrado cuando advertimos el mal tan real y desgarrador que llega a acarrearnos el sentimiento de los contrarios puesto por obra con todas sus consecuencias: hambres, pestes, guerras.
Hemos hablado del hombre pobre y del pobre hombre. En esa línea, para advertir la diferencia entre una y otra visión del mundo, hay que recalcar la distinción entre las dos pobrezas. El pobre que tiene los bolsillos rotos pierde todo lo que lleva por el camino: tanto de manera directa como por una mayor tendencia a caer en la adversidad (salud, dinero, amor...). Por el contrario, aquel que sabe ser pobre de espíritu, tenga o no tenga los bolsillos llenos, obtiene una mayor riqueza espiritual, que es la que cuenta, porque es aquella que lo orienta a un uso adecuado de la propia riqueza. De esta manera, y porque una trae la otra, con su fidelidad a Dios, por muy agujereados que lleve los bolsillos, Dios no dejará jamás -coinciden todos los místicos de uno u otro signo, cristianos y no cristianos-, Dios no dejará jamás de asistirle en su Providencia. Es así porque el Creador se apoya y se sirve, si no directamente, sí de la ayuda de los hermanos y del desarrollo de las causas segundas. Eso sí, en la pobreza. Pero es allí donde el alma reencuentra, finalmente, su libertad, y con ella, la fecundidad, propia y mutua: la auténtica riqueza.
¿Por qué tú? Para santificarte y así corredimir el mundo con y en la Cruz de Jesús. Rico, porque eres pobre. ¡Ánimo, tú! Cambiando tú, ¡cambiarás el mundo!... y luego, descansarás en el Cielo.