El lector ya conoce las cifras: 112.138 abortos practicados en 2007, doble que en 1998, un 10’38 por ciento más que en 2006 y con toda seguridad menos que el año que está a punto de acabar, porque esta salvajada, facilitada desde el poder, sigue una escalada trágicamente imparable. Y lo que nos espera, porque la nueva ley abortista en preparación, será aún más agresiva que la vigente, como si esta no fuera ya, en los hechos, espantosamente cruel. Cuando los socialistas ganaron las elecciones en octubre de 1982 y legalizaron el aborto prácticamente a escape libre, el nuevo ministro de Sanidad, Ernest Lluch, que se ocupó del trabajo sucio de elaborar y proponer la ley, alegó, para justificar su inicua iniciativa, que en España se practicaban 30.000 abortos clandestinos al año y, por su misma naturaleza clandestina, sin ninguna garantía sanitaria. Declaración realmente sorprendente, porque si tales abortos eran clandestinos, ¿cómo sabía su número y circunstancias el flamante ministro de Sanidad, viejo conocido mío, posteriormente asesinado por Eta?; y si en verdad conocía todo ello, ¿cómo podía hablar de prácticas clandestinas, a menos que tuviera acceso a información privilegiada de fuentes misteriosas? Eso de los abortos clandestinos, el riesgo de las abortantes por una mala praxis médica, los trastornos psicológicos que padecen muchas mujeres que conciben un hijo no deseado, el derecho de las mujeres a disponer de su cuerpo –aunque en este caso se trata de cuerpos totalmente diferenciados- y otras “razones” por el estilo, parecen tener la virtud de ser ubicuas, de traspasar fronteras sin necesidad de pasaporte, porque se repiten como un estribillo en todo los países donde se quiere imponer el aborto. Algo así como si una mano oculta facilitara a los abortistas aquellos “argumentos” cuya eficacia dialéctica ya se ha probado en otros lugares. Una cosa parecida a la trashumancia de los cuentos de terror que emplean los ecologista para acobardar al personal. Por cierto, los apasionados amantes de la naturaleza, ¿han levantado alguna vez su voz contra el genocidio humano que representa el aborto? En todo caso, eso de las garantías sanitarias será según para quien, porque no lo es en absoluto para los indefensos e inocentes abortados, es decir, matados. A pesar de tan terrible discriminación, ahora vuelven a la carga con el tema de las garantías, según explicó hace unas semanas, tras un consejo de ministros, la estilosa vicepresidenta primera del gobierno, doña María Teresa Fernández de la Vega, quien dijo que la nueva ley, ahora en estudio, pretende dar seguridad jurídica a los facultativos que intervienen en estas prácticas asesinas, o sea, garantías de impunidad a los matarifes, que además piden que las mujeres puedan abortar libremente, sin permiso de los padres, a partir de los l6 años. Vale, pero, ¿quién paga la factura del estropicio?, ¿las propias adolescentes? ¿Y con qué dinero? ¿Acaso disfrutan de ingresos personales? Alguna tal vez haga lo de aquella jovencita que, junto a sus amigas, esperaba el autobús a mi lado en una parada de la actual plaza del Ayuntamiento de Valencia, hará por lo menos tantos años como tiene la Constitución. Hablaban de las distintas formas que tenían de aligerar la faltriquera a sus padres para costear sus jolgorios. Y en esas, una de ellas, una verdadera mocosa, dijo: “Yo no tengo problemas; cuando voy escasa de monedero, me hago un par de hombres, y todo resuelto”. Literal. Tan literal que nunca lo he olvidado. Me pregunto si no hemos ido a peor, si no hay ahora muchas más prostitutas encubiertas que hace tres décadas? Una vez perdida la decencia, por qué no perderla del todo y sacarle algún rendimiento. O, simplemente, “dale alegría a tu cuerpo, Macarena”. Y si hay consecuencias, no pasa nada, con abortar, en paz. Frente a tamaño desastre humano, qué actitud debemos tomar quienes nos consideramos creyentes e hijos fieles de la Iglesia: ¿quejarnos, protestar, denunciar tanta violencia infanticida, o, mejor, tender puentes, sonreír, caer simpáticos a gobernantes sin conciencia? Leo en una revista religiosa, que hay que evitar “palabras que zahieran, que molesten, que insulten, que hagan volver la cara avergonzados de quien las pronuncia en nombre de la Iglesia. ¡Cuánta palabra hostil y cuánto lenguaje beligerante, de trinchera, con pólvora dialéctica, azuzando a la barricada contra el laicismo!” Vale, muy bonito, pero cuando el laicismo de nuestros gobernante conduce a la aberración sin límite de tanta crueldad, qué hacer, ¿seguir sonriendo, morderse la lengua para no parecer antipáticos ni molestar a los que tienen tan poco respeto por la vida humana? ¿De qué sirve mostrarse complacientes con quienes se complacen con la barbarie? A ver, que nos lo expliquen estos escribanos ordenados que al parecer no se inmutan con la que está cayendo. Vicente Alejandro Guillamón