El matrimonio cristiano es la celebración del amor conyugal vivido según el espíritu de Cristo. Por ello Cristo debe estar muy presente en la vida matrimonial, pues al encontrarnos con Él nuestra vida se llena de sentido. La persona amada es querida por sí misma y aparece con tal valor humano y religioso, que no sólo se entiende que es bueno gastar la vida por ella, vivir para ella, sino también que gracias a ese amor, cada cónyuge realiza lo que Dios espera de él o ella, es decir su propia vocación y llamada a la santidad. Quien ama es capaz de acoger al otro e incluso sabe renunciar a sí mismo, dándose cuenta de que lo importante en el matrimonio es querer aportar lo mejor de mí al otro y no quedarse en el simple recibir. Amar es darse al otro, no dar, sino darse. La gracia del sacramento es la presencia eficaz del amor de Dios que santifica el amor mutuo y la entrega cotidiana en el hogar, gracia que se extiende a lo largo de toda la vida matrimonial, por lo que supone no sólo el aumento de la gracia santificante, sino también muchas gracias actuales, que ayudan a la consolidación y permanencia del matrimonio. Las gracias son un regalo de Dios, que hay que rezar para conseguirlas y trabajar para conservarlas, sin olvidar que hemos de intentar difundirlas en nuestra familia. Por supuesto que el sacramento del matrimonio normalmente no actúa de modo milagroso o prodigioso, pues no es ninguna fuerza mágica, pero sí favorece la actuación de la gracia que, como sabemos, no se inventa la naturaleza humana, sino que la supone, purifica y perfecciona. Para amar conyugalmente no basta con quererse mutuamente, sino que hay que incluir también la dimensión temporal de para siempre, pues un amor que no tenga vocación de duración no tiene categoría ni profundidad. El matrimonio no es, por tanto, un acontecimiento privado que corona el sueño de una pareja, sino la respuesta a una vocación en la que Dios se manifiesta para el bien de los hombres. Los esposos cristianos realizan su itinerario espiritual y apostólico en común, teniendo juntos presente a Dios, aunque mantienen su experiencia personal de fe. Está de tal modo el matrimonio inmerso en la gracia divina que una vida familiar cristiana normal supone la evangelización y santificación de los esposos y de toda la familia. El sacramento es una fuerza sobrenatural que penetra en cada uno de los elementos del matrimonio, elevándolos al orden, sentido y eficacia sobrenaturales. A través de este sacramento, la gracia eleva la persona a una condición nueva, no desvalorizando o despreciando su sentido humano, sino elevando oficialmente el estado conyugal al rango de función eclesial, confiriendo al matrimonio la misión de engendrar y educar con la ayuda divina a nuevos cristianos. Gracias al matrimonio, la Iglesia posee como elemento de su estructura, el órgano que hace posible su perpetuidad. No es extraño que si muchos se siguen casando por la Iglesia, es porque bastantes ven en este sacramento la ayuda divina y un punto de apoyo para avanzar en su madurez afectiva y en su amor mutuo. Pedro Trevijano, sacerdote