El 3 de octubre de 2004 tuve la ocasión de participar, como en muchas otras ocasiones, en la celebración de la Santa Misa presidida por el Papa, entonces Su Santidad Juan Pablo II. En ese domingo, un Papa ya bastante enfermo beatificaba a cinco siervos de Dios; entre ellos, a Carlos de Austria, el último emperador de la Casa de Habsburgo. En la homilía, el Papa dedicaba las siguientes palabras al nuevo beato: “La tarea fundamental del cristiano consiste en buscar en todo la voluntad de Dios, descubrirla y cumplirla. Carlos de Austria, jefe de Estado y cristiano, afrontó diariamente este desafío. Era amigo de la paz. A sus ojos la guerra era ‘algo horrible’. Asumió el gobierno en medio de la tormenta de la primera guerra mundial, y se esforzó por promover las iniciativas de paz de mi predecesor Benedicto XV. Desde el principio, el emperador Carlos concibió su cargo de soberano como un servicio santo a su pueblo. Su principal aspiración fue seguir la vocación del cristiano a la santidad también en su actividad política. Por eso, para él era importante la asistencia social. Que sea un modelo para todos nosotros, particularmente para aquellos que hoy tienen la responsabilidad política en Europa”. Buscar, descubrir, cumplir… la voluntad de Dios. Concebir el cargo de soberano como un servicio santo a su pueblo. Seguir, por encima de todo, también en la actividad política, la vocación del cristiano a la santidad. No es poco. Aunque es lo que un cristiano llamado a ese papel ha de hacer, si quiere ser fiel a lo que Dios le pide. A veces, incluso, si las circunstancias así lo demandan, heroicamente fiel. Cuando uno piensa en un cristiano que llega a desempeñar las más altas magistraturas no puede olvidarse de Santo Tomás Moro. Supo ser, a la vez, fiel a su conciencia y leal al Estado. Aunque esta coherencia acarrease para él consecuencias, no imprevistas, pero sí desagradables: entre ellas, la cárcel y la ejecución. La figura de Carlos de Austria, por su cercanía temporal a nosotros, pone de manifiesto que no es imposible para un gobernante vivir, hasta el fondo, la fe. Muchos otros ejemplos se podrían poner, pero éste es un ejemplo reciente y actual (como lo fue, también, el del Rey Balduino). Hoy he leído que otro soberano, el Gran Duque Enrique I de Luxemburgo, se ha negado, aduciendo motivos morales, a sancionar la ley que, en su Estado, legaliza la eutanasia. La decisión de Enrique I no está exenta de consecuencias – menos graves que para Tomás Moro, pero dignas de tener en cuenta -: El Parlamento modificará la Constitución para reducir los poderes del Jefe del Estado. Ya no podrá “sancionar” nada; a lo sumo podrá “promulgar” lo que los parlamentarios decidan. Este soberano, Enrique de Luxemburgo, ya dio, en su día, un ejemplo digno de consideración cuando se bautizó a su primer nieto, nacido de la relación de su jovencísimo hijo Luis de Luxemburgo – entonces de 19 años - con su novia Tessy Anthony, ambos solteros. Lo que en otra familia de la alta sociedad se hubiera “solucionado” con un aborto, en la familia ducal se convirtió, sin falsos escándalos, en la recepción de un niño, en su reconocimiento como descendiente propio y en la celebración de su bautismo. Luxemburgo está de suerte. Su Monarca tiene conciencia y obra en consecuencia. Hasta los más acérrimos defensores de la eutanasia deberían reconocer la coherencia moral de su soberano. Tendría, Enrique I, miles de subterfugios para eludir esa íntima voz que dicta lo que se debe hacer o lo que se debe evitar. Ya sabemos que los constitucionalistas dicen que un monarca parlamentario ha de sancionar, si se tercia, incluso su sentencia de muerte. Y corresponde al soberano decidir, en una situación límite, sin que nadie pueda suplirle en su responsabilidad, cuál es su deber. Si hubiese actuado de otro modo el Gran Duque quizá no fuese necesariamente, pensarán algunos, merecedor de vituperio. Pero ha actuado, en este asunto, muy bien. Y merece, creo yo, el elogio. Al final, el único Reino que cuenta es el de Dios. Los demás son siempre – incluso en las monarquías más longevas – completamente provisionales. Guillermo Juan Morado, sacerdote