Señalé en la última entrega cómo el paso que sigue inmediatamente al reconocimiento de la situación real y de arrojarse a los pies de Dios impetrando Su misericordia era el cambio de vida. Ese cambio de vida que marca el arrepentimiento y lo separa del simple pesar, del remordimiento o del emocionalismo tiene un claro punto de arranque que es la sumisión a la Biblia. Al respecto, el testimonio de las Escrituras no puede ser más contundente. Ya a Josué Dios le dejó claro que aquello en lo que debía meditar día y noche aferrándose a sus enseñanzas era la Escritura sin desviarse de lo escrito (Josué 1:8). No es menos obvio que cuando Israel se apartara de lo contenido en la Escritura recibiría el juicio anunciado en esa misma Escritura (Deuteronomio 30:15 ss) y que los arrepentimientos de Israel que evitaron el juicio se debieron siempre a un regreso a lo contenido en las Escrituras. Basta leer los episodios de reforma para percatarse de ello. En el caso de la reforma del rey Ezequías - el rey que evitó que el reino de Judá recibiera sobre si un juicio como el que había aniquilado al reino norteño de Israel – la base fue seguir los mandamientos de la Torah (II Reyes 18:6). De hecho, Ezequías aplicó, por ejemplo, tan estrictamente el Decálogo (Éxodo 20:1 ss) que hizo pedazos la serpiente de bronce que Moisés había hecho en el desierto y actuó así porque la gente le rendía culto (II Reyes 18:4). Aún más claro es el ejemplo de la reforma de Josías, cuya reforma vino motivada por la lectura de la Escritura (II Reyes 22:10 ss). Esa obediencia a la Escritura llevó al rey Josías a expulsar del templo cualquier culto diferente al del único Dios verdadero (II Reyes 23:4 ss), a acabar con la idolatría (II Reyes 23:6-9), a concluir con los lugares de muertos donde los niños eran sacrificados (II Reyes 23:10). El mismo Daniel en una época de postración nacional y exilio halló la clave para el renacimiento espiritual de su pueblo también en las Escrituras (Daniel 9:1-2) lo que provocó que se volviera a Dios. A lo largo de esos siglos, los sacerdotes, los maestros de la Ley, los reyes e incluso los profetas se habían corrompido. Lo que había pertenecido incorruptible eran las Escrituras y, precisamente por ello, y porque no derivaban de hombres sino del propio Dios constituían la única guía segura incluso en los peores momentos de la Historia. De manera comprensible, el Nuevo Testamento continúa precisamente con esa línea de considerar las Escrituras como la base sobre la que edificar la vida espiritual. Jesús señaló taxativamente que no había venido a abrogar las Escrituras sino a darles cumplimiento (Mateo 5:17) y ordenó a sus adversarios que las escudriñaran como forma de encontrar el mensaje de salvación (Juan 5:39). No en vano la legitimidad de la predicación del Evangelio se encuentra en el hecho de que es conforme a las Escrituras (I Corintios 15:1 ss). El mismo Jesús apeló a las Escrituras para defender la veracidad de su mensaje ¡incluso tras la resurrección! (Lucas 24:25 ss) y, desde luego, Pedro predicando en Pentecostés (Hechos 2:14 ss) o Felipe evangelizando al etíope tenían como base esencial de legitimidad espiritual su apego a las Escrituras (Hechos 8:26 ss). El mismo Pablo, en el último escrito de su vida, un auténtico testamento espiritual, indica a Timoteo: “Persevera en lo que has aprendido y de lo que te convenciste, sabiendo de quien has aprendido, y que has conocido desde la niñez las Sagradas Escrituras, que te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:15). La afirmación paulina difícilmente puede ser más tajante. Es en las Escrituras donde se adquiere el conocimiento que lleva a la salvación, una salvación que se recibe a través de la fe en Jesús. Acto seguido, el apóstol da un motivo claro para su enseñanza: “Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para refutar, para corregir, para instruir con justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto, preparado completamente para toda buena obra” (2 Timoteo 3:17). Como había escrito años antes a los corintios, de los creyentes en Cristo se esperaba que aprendiera a no pensar “más allá de lo que está escrito” (I Corintios 4:6). No resulta difícil contemplar por qué la conversión –la que salva y la que evita el juicio de Dios- comienza con la sumisión a las Escrituras. A fin de cuentas, el pecado de Sodoma comenzó cuando el ser humano decidió que, en lugar de someterse a las enseñanzas de Dios, se colocaba por encima de ellas. En las próximas semanas, me detendré en ese camino de regreso del pecado de Sodoma que –como hemos visto– comienza con la sumisión a las Escrituras.
César Vidal El pecado de Sodoma (I): la soberbia El pecado de Sodoma (II): La abundancia de pan El pecado de Sodoma (III): La abundancia de ociosidad El pecado de Sodoma (IV): la ausencia de compasión El pecado de Sodoma (V): cómo no olvidar la compasión El pecado de Sodoma (VI): consumación de la soberbia El pecado de Sodoma (VII): La abominación de Sodoma El pecado de Sodoma (VIII): El juicio de Sodoma El pecado de Sodoma (IX): Arrepentimiento, la salida de Sodoma