El título de esta carta que os escribo me lo ha inspirado San Agustín cuando dice: “Nadie diga: no sé qué amar. Ame al hermano y amará al amor… ¿Qué es lo que ama el amor sino lo que amamos con caridad? Y este algo, partiendo de lo que tenemos más cerca, es nuestro hermano…” (San Agustín, De Trinitate VIII, 8). Me impresionaba el Evangelio del domingo pasado cómo aquella mujer samaritana, después de una conversación larga con Nuestro Señor, tras haber entrado el Señor en su corazón, cuando el Señor había captado la profundidad de su vida y le había puesto en la verdad de su existencia, ella siente en lo más hondo de su corazón la necesidad de pedir ayuda: “la mujer le dice: Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla” (K 4, 15). Ella ha percibido lo bien que se siente a su lado contemplando su rostro, escuchando sus palabras, percibiendo que la tratan como nunca antes lo había experimentado. Ella había oído que vendría el Mesías y, por eso mismo, le dice al Señor, “sé que va a venir el Mesías, el Cristo, cuando venga él nos dirá todo”. La respuesta del Señor no se deja esperar: “Soy yo, el que habla contigo”.
Anunciar a Jesucristo es la riqueza más grande para esta humanidad, es un don inmenso para nosotros y una tarea en la que tenemos que empeñar nuestra vida. Pero este anuncio hay que realizarlo desde la hondura más significativa y más atrayente que tiene Dios para nosotros, que es su misericordia, “Dios rico en misericordia” (Ef 2, 4). La vocación suprema del ser humano nos la revela Jesucristo, dándonos a conocer el misterio del Padre y el misterio de su amor. En Nuestro Señor Jesucristo se nos muestra la vía que tiene la Iglesia para llegar al hombre, que no es otra que revelando al Padre junto con su amor. Estamos viviendo una época privilegiada para ayudar al hombre a realizar una peregrinación hacia el amor verdadero, hacia la fuente de agua que quita para siempre la sed y que nos hace descubrir quién la quita de verdad. Es toda una peregrinación interior la que tenemos que realizar hacia Aquél que es la fuente del amor, de la misericordia.
Hoy hay multitud de personas hambrientas de alegría, de esperanza, de pan, de paz y de amor. Hay gentes que se sienten abandonadas. Pero en la desolación que fuere, también de la miseria, de la soledad, de la violencia y del hambre, que afectan a ancianos, adultos y niños, Nuestro Señor nos ha revelado que no permite que prevalezca la oscuridad del mal y del horror. Él ha puesto un límite al mal con su bien divino, que es la misericordia, el amor más grande, la justicia de Dios. Y Nuestro Señor nos ha revelado cómo Dios nos envuelve a todos, a pesar de nuestra indignidad, con su misericordia infinita. Nos ama de una manera obstinada. En Jesucristo y por Jesucristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia, de tal manera que se nos facilita ver con más hondura y fuerza el gran atributo de la divinidad. Él no solamente nos habla de la misericordia, sino que Él la encarna y personifica, en Él se hace visible y palpable la misericordia. Y así nos hace ver la cercanía que Dios tiene al hombre y, muy especialmente, cuando sufre o cuando se ve amenazado en lo que es núcleo de su existencia y de su dignidad. ¡Qué fuerza tiene siempre la Iglesia cuando siente la llamada a entregar la misericordia, y más en situaciones como las que vivimos donde hay tanta necesidad de ella!
¡Qué imagen de sí mismo da Nuestro Señor a sus paisanos de Nazaret aludiendo a las palabras del profeta Isaías! “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18ss.). Con su modo de vivir, es decir con sus palabras y obras, nos dijo el Señor que en el mundo está presente el amor, y que el ámbito en el que se manifiesta es la misericordia. Es lo que expresa cuando les dice a los discípulos de Juan Bautista que han ido a preguntarle si era él el que ha de venir. La respuesta no puede ser más significativa de lo que es el amor, que se manifiesta y toma forma, modos y maneras, en la misericordia: “Id y comunicad a Juan lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados” (Lc 7, 22ss.). Hacer presente a Dios, en cuanto amor y misericordia, fue la gran misión que quiso realizar el Señor en medio de esta historia. En todos los ámbitos en los que se manifiesta el amor con esa singularidad está la misericordia. Y se expresa de una manera especial con los pecadores. Es donde vemos con más fuerza el amor de un Dios que es rico en misericordia. Recordemos la parábola del hijo pródigo que a mí me gusta llamar del Padre misericordioso.
Proponer como fuerza que cambia toda la realidad y todas las relaciones entre los hombres la misericordia, es todo un atrevimiento. Jesucristo nos hace una propuesta atrevida: que aceptemos dejar que entre el amor de Dios en nuestra vida, que sea el amor de Dios quien modele nuestra vida. ¡Qué cambio surge en nuestra vida cuando nos atrevemos a vivir de su amor y misericordia! ¡Qué fuerza de cambio para la vida personal y para dinamizar el rumbo de esta historia tiene abandonarnos en el amor salvífico y misericordioso de Dios! Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha revelado con su propia vida cómo es ese amor y hasta dónde llega, nos fortalece en el deseo de participar en el regalo a los hombres de este amor misericordioso. “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado: amaos así unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13, 34 ss).
Es una provocación que Jesús nos ponga como modelo de amor misericordioso al samaritano y nos exhorte a imitarlo: “Ve y haz tú lo mismo” (Lc 10, 25. 37). Y que debemos tener compasión con quienes nos deben algo, al igual que Dios es compasivo con nosotros (cf. Mt 18, 23-35). Nos provoca, porque nos dice que si Dios nos trata con misericordia y nos perdona, también nosotros hemos de perdonarnos unos a otros y demostrarnos misericordia. La misericordia no es una prestación social. Tampoco es una organización caritativa o sociopolítica. Cuando la vivimos con los demás, se hace manifiesto algo del prodigio del reinado de Dios, que irrumpe y manifiesta que no existe amor a Dios sin amor al prójimo, y que no puede existir verdadero amor al prójimo más que imitando e incorporando en nuestra vida el amor de Dios.
¿A dónde irá a parar esta humanidad si desconoce o renuncia a vivir la misericordia que se nos ha revelado en Jesucristo? ¿Apostamos por el amor y la misericordia? ¿Seguimos viviendo sin el perdón, con un modo de proceder en el que, ante una injusticia, nos desquitamos con una nueva injusticia? ¿Seguimos teniendo como paradigma el ojo por ojo y diente por diente? En nuestra época, el problema de la misericordia cobra tal actualidad que hace necesaria una reorientación de nuestro modo de ser y obrar. Es cierto que el amor misericordioso, que incluye el perdón al enemigo, puede parecer algo sobrehumano, pero es absolutamente racional. Y es necesario en todos los ámbitos de la vida en los que se dan relaciones personales.