Me ha sorprendido gratamente conocer la historia de un médico y científico francés, buscador de la verdad y estudioso de un campo muy “actual”: el de la genética y las enfermedades de origen genéitco. Ese enigmático material biológico, formado por cuatro bases nitrogenada, la adenina, la timina, la guanina y la citosina, y que origina, junto con el alma, la inmensa variedad de individuos que habitamos este planeta. En 1958 el doctor Jérôme Lejeune descubrió el origen genético del síndrome de Down, la trisomía del cromosoma 21. En este 2014 nos puede provocar una sonrisa, pero en aquellos años abundaban los que identificaban la enfermedad con un mal comportamiento de la madre o una mala herencia genética..
¡Pobres pequeños! Y fue precisamente esta actitud la que movió a Lejeune a estudiar esta enfermedad. ¿Tendrán tanta culpa los padres, o no será una enfermedad con una causa física, científica, analizable? A ello dedicó sus estudios, y con éxito: se abrieron varias cátedras de estudios de Genética en universidades con tanto renombre como la Sorbona, en la capital de su país natal, Francia. Junto a su trabajo docente, soñaba con curar el síndrome de Down, y por ello creó una fundación dedicada a la investigación y tratamiento no sólo de este mal, sino también de otros síndromes de enfermedades mentales genéticas.
Como científico, y por pura coherencia, se opuso a un tema de moda en la Francia de 1970: el aborto terapéutico. Esto causó que cayese en desgracia ante el mundo progresista. ¿Y la ciencia que tanto adora ese progresismo? ¿O será una adoración siempre y cuando congenie con mis propios intereses? Como médico, y como padre de cinco hijos, prefirió mantenerse en gracia ante la verdad: «Matar a un niño por estar enfermo es un asesinato»
La carrera frustrada de un científico, según las listas de premios Nobel y reconocimientos varios. Pero la victoria de la verdad y la conciencia. Cuando le preguntaban por sus posiciones pro-vida, la defendía como médico consciente de su misión, condensada también en el juramento de Hipócrates: «En cuanto pueda y sepa, usaré las reglas dietéticas en provecho de los enfermos y apartaré de ellos todo daño e injusticia... No accederé a pretensiones que busquen la administración de venenos, ni sugeriré a nadie cosa semejante; me abstendré de aplicar a las mujeres pesarios abortivos.»
Según sus estudios científicos, y en eso la medicina sigue plenamente conforme, la vida comienza en el mismo instante de la concepción cuando los genes de la madre y del padre se unen para formar un nuevo ser humano que es absolutamente único. De hecho, a los dos meses, el embrión lo tiene todo, las manos, los ojos, el cuerpo. Es un cuerpo muy pequeño, pero después de dos meses lo único que hace es crecer. Si se pudiese coger el mismo dedo pequeño, se podría observar su huella dactilar.
No faltan quienes sospechan que por estas convicciones le excluyeron del Premio Nobel, y de otros tantos reconocimientos y proyectos científicos. Su hija recuerda que «en 1971 fue a Estados Unidos y realizó un discurso ante la Organización Mundial de la Salud. Después mandó un mensaje a mi madre diciendo: “Hoy he perdido mi Premio Nobel”».
Sea como fuere, es justo otrogarle el premio Nobel al sabio científico, a ese que busca la verdad y la defiende incluso por encima del reconocimiento humano. Me llama la atención que ni siquiera en su gran descubrimiento busco honor y fama. Podríamos conocer a esta trisomía como la “trisomía Lejeune”, causante del síndrome de Down. También en estos detalles se aprecia la grandeza del Dr. Lejeune.
Su vida está en siendo estudiada y juzgada en el Vaticano, para confirmar lo que parece justo: concederle otro premio nobel, callado pero más importante para Dios y para la eternidad: el reconocimiento de sus virtudes heroicas y su posterior beatificación.