Resulta atinadísima la definición que Francisco nos brinda de tradición en la entrevista que ha concebido a ABC: «La tradición –afirma– es la fuente de inspiración. La tradición son nuestras raíces que te hacen crecer […]. El problema es andar hacia atrás». La tradición, en efecto, es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas. Y quienes nos proclamamos tradicionales no queremos recuperar formas de vida caducas, ni instaurar utopías quiméricas, sino arraigarnos a unos principios recibidos de nuestros mayores, en quienes reconocemos una autoridad que nos ayuda a avizorar horizontes nuevos. Así, con los pies afirmados en el pasado que nos constituye y la mirada en el futuro, la tradición transforma luminosamente el mundo. Frente a la parálisis que atenaza a las personas conservadoras, que se afanan por preservar la cáscara mientras el meollo se pudre, las personas tradicionales nos esforzamos por mantener vivo un meollo de convicciones que puedan regenerar constantemente la cáscara.
La Iglesia, como sociedad de origen divino que es, tiene la obligación de garantizar su unidad y continuidad, que tienen su expresión más gozosa en la institución del papado; para lo que necesita una tradición que la nutra e inspire. «Os entrego lo que recibí», escribe San Pablo a los corintios, recordándonos que no hay unidad posible sin la aceptación de esta continuidad. De ahí que Benedicto XVI –a quien Francisco define reverente como un santo que lo «edifica con su mirada transparente»– escribiera: «Lo que para generaciones anteriores era sagrado sigue siendo sagrado y grande para nosotros también, y no puede ser de repente totalmente prohibido o incluso considerarse dañino».
Y remata Francisco su alegato a favor de la tradición citando a San Vicente de Lérins, concretamente su Commonitorium Primum, una de las joyas mayores de la patrística, en donde se compara la doctrina de la Iglesia con el cuerpo humano, que «crece, consolidándose con los años, desarrollándose con el tiempo, profundizándose con la edad». Francisco, que cita en latín (demostrando un conocimiento ejemplar de la lengua universal de la Iglesia) se detiene ahí, para no abrumar a sus entrevistadores, ahorrándoles el final de la cita, que sigue así: «… y, sin embargo, continua incólume y sin adulterar, completa y perfecta en todas las medidas de sus partes, y, por así decirlo, en todos sus miembros y sentidos propios, sin admitir cambio, sin pérdida de su propiedad distintiva, sin variación en sus límites».
Este crecimiento y profundización que a la vez mantiene incólume la doctrina es el alma de la Iglesia. La tradición, en efecto, vivifica y garantiza la unidad del dogma y de la Iglesia. Toda unidad que se fundare en la ruptura con la tradición sería unidad falsa, unidad 'Frankenstein' de miembros cosidos artificialmente que acabaría pudriéndose. Es un gozo que Francisco defienda la tradición con tan inequívocas palabras.
Publicado en ABC.