Con no menor cariño y esperanza, y sobre todo con un profundísimo agradecimiento a Dios y a él lleno de afecto para toda su familia, he recibido la triste noticia de la muerte de don Adolfo Suárez; descanse en paz. Hombre recio para tiempos recios; hombre de fe sólida tan firme y sólida como la piedra berroqueña y granítica de las tierras abulenses, tierra de cantos y de santos, como Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, la reina Isabel o Vasco de Quiroga.
Tuvo esa reciedumbre que da la reciedumbre de la fe, que hace humanos, profundamente humanos con esa profundidad y humanidad que se asienta en la verdad y se manifiesta en el amor. La acogida, el servicio, la cercanía y sobre todo la proximidad a los más débiles. Porque eso fue don Adolfo Suárez, hombre de verdad y de la verdad, de promesa que nunca falla y se cumple, sin doblez, transparente con esa transparencia que cautiva y se trasluce en cercanía; con esa transparencia que se agranda en simpatía en ponerse en el lado del otro, en la comprensión, y por eso en el diálogo.
Un hombre de fe, que se transparenta y palpa en el amor que tuvo a todos, sin excluir a nadie, integrándolos en una unidad que va más allá de todo cálculo político o estrategia calculadora y traspasa lo inmediato; y por eso hombre de la concordia, de reconciliación, de la mano tendida, del perdón que sustenta paz, convivencia, solidaridad, libertad y trabajo en común codo con codo para el bien de todos.
Escribo todo esto a vuela pluma tras el triste nuncio de la muerte que nos llena de congoja. Pero la verdad de don Adolfo Suárez, todo aprecio y lo espléndido que se está diciendo de él en estos días y se dirá tan merecidamente, no se entiende sin la hondura de su fe en Dios; y como dijo unos días después de ser elegido y nombrado presidente por su majestad el Rey, en Cebreros, su pueblo natal, el día de Corpus a don Felipe Yagüe, el cura de su pueblo: «Solo Dios merece aplauso, alabanzas y honores; y solo dejaré que le aplaudan a él al paso por las calles», y así fue; sus paisanos solo aplaudieron al Señor, no sé cómo lo hizo; siempre lo ocultó.
El gran presidente de la convivencia y de la paz, el gran presidente de la justicia social y de la reconciliación entre españoles, el gran presidente de la unidad de todos por encima de ideologías, mandos y partidismos, fue ante todo un católico en la política, no un político o un presidente católico demócrata para consolidar la democracia; fue cierto todo eso, pero porque se sentía por encima de todo un cristiano en la vida pública, que trataba de vivir lo que él –en su tiempo– me decía: «Creo que la caridad tiene una dimensión política; trato de vivir esa caridad política; la doctrina social de la Iglesia que trato de cumplir, es esa caridad política». Y ésa fue la forma de su gobierno y de ejercerlo. El servicio al bien común con verdaderos criterios sociales que pasan por el servicio de la persona, de las personas, a sus derechos humanos fundamentales que tanto defendió –el derecho a la vida y el apoyo a la familia– la suya que tanto quiso, por la que tanto se desvivió , y a todas las familias.
Sin romper o violar ninguna de sus confidencias, confieso públicamente que él lo achacaba a la oración diaria, una hora de oración que hacía todos los días. No es defender ni rebajar su gran personalidad política admirada con toda razón , sino que es ensalzarla, porque esa fue su grandeza, el ser hijo de la Iglesia en el que Dios se ha fijado para hacer cosas en favor de España; de verdad Dios lo ensalzó porque se fió de Él en todo.
Espero y pido con todo mi corazón de amigo, que tanto le debe y que tanto aprendió de él en su humildad y sencillez, que Dios, como siervo servidor y prudente suyo, le haya dicho ya: «Adolfo, siervo fiel y prudente, entra en el gozo de tu Señor; ven bendito de mi Padre, entra en el gozo de tu Señor».
A Adolfo, su hijo y sus hermanos, a sus nietos; a todos gracias, porque tanto le habéis querido, porque habéis estado hasta el final junto a él. Sentíos orgullosos de vuestro padre, de vuestro abuelo. Esperamos y pedimos que con su amada esposa, doña Amparo, con su hija Marian, goce siempre del gozo de su Señor en quien siempre creyó y esperó, y de cuyo amor nunca se apartó; tampoco se apartó del amor tierno de la madre, la Virgen de Sonsoles, de su paisana –la más grande de las mujeres españolas–, santa Teresa de Jesus, bajo cuya protección vivió y bajo cuyo auxilio lo puso casi todo. Gracias, don Adolfo, gracias; que Dios le pague todo. Descanse en paz.
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