Más de una vez he oído la objeción que los que vivimos la virginidad o el celibato, en el supuesto que la vivamos, somos personas taradas porque somos unos reprimidos, e incluso si no lo fuéramos, el tener una serie de órganos y no usarlos, no es bueno para la salud. Pienso por el contrario que no hay efectos negativos en la salud psíquica y corporal del verdaderamente virgen, si logra vivir una castidad auténtica, mientras que la lujuria y la represión sí causan verdaderos estragos en los individuos. La afectividad propia de la virginidad consagrada y del celibato conlleva un estilo propio de vida sexual que ha sido calificado por la Psicología como sublimación, que no es anular ni reprimir la sexualidad, sino ponerla al servicio del amor a Dios y al prójimo por la donación y entrega de sí mismo. Hemos de observar que, contrariamente a algunos prejuicios bastante extendidos, la castidad continente, que no hay que confundir con la continencia sexual al servicio del propio egoísmo narcisista, ni con la represión que conlleva negarse a amar, no representa ni teórica, ni prácticamente, una condición patológica. La sexualidad está íntimamente vinculada al amor, y la presencia del amor en la castidad consagrada es un poderoso factor compensador de la ausencia de relaciones sexuales. Lo que da sentido a la vida es el amor, no la actividad sexual genital. El celibato y la virginidad no son, ni mucho menos deben ser, un desprecio del matrimonio. Más aún, despreciar el matrimonio supone una muy escasa categoría humana, porque supone ofrecer a Dios el sacrificio de algo de lo que se piensa que en realidad no vale la pena. Pero igualmente ejercitar la sexualidad sin amor suele ser desastroso, porque lo que verdaderamente daña a la persona es la falta de amor y es una pésima preparación para tener o mantener una familia. Por ello una persona célibe puede y debe desarrollar al máximo su capacidad de amar, su altruismo, su generosidad, de tal modo que sea indiscutible su madurez y categoría personal. Personas como el Padre Pío o Teresa de Calcuta muestran que alcanzar una gran categoría humana no es precisamente incompatible con la continencia, y más si ésta es por el Reino de los Cielos. Ahora bien, la persona inmadura e incapaz de sublimar puede caer fácilmente en el autoengaño y en la represión y ser, en consecuencia, víctima de la neurosis. Hay que ser consciente, sin embargo, de que nuestra sublimación nunca llega a ser total, y que no la tenemos garantizada. Es normal que tengamos conflictos, porque siempre permanece un resto de nuestra sexualidad que, al estar enraizada en el mundo animal, hace que nuestra genitalidad permanezca viva, por lo que la renuncia e inhibición de este deseo debe hacerse de modo sereno, no violento ni con rígidos sentimientos de culpabilidad, con el convencimiento de la viabilidad del celibato evangélico y de que podemos ser personas equilibradas, capaces de amar y trabajar, porque hemos encontrado en el seguimiento de Jesús el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13,44-45) y en la gracia divina la ayuda necesaria para conseguir vivir la virginidad. La sublimación es fuente de placer y satisfacción profunda que puede en determinados momentos hacerse sentir emocional y somáticamente, pues el encuentro con Dios supone gozo y fiesta. El individuo sano puede renunciar por un tiempo más o menos largo o por toda la vida a desarrollar una actividad sexual, sin por ello sufrir ningún daño psíquico o físico. El sacrificio que la continencia supone será más fácilmente llevadero en un ambiente favorable y por ello la continencia practicada por convicción personal y motivos ideológicos que afectan a toda la persona hace superar más fácilmente las dificultades que cuando se practica simplemente por circunstancias externas a las que hemos de sujetarnos a pesar nuestro. Pero incluso en estas últimas condiciones no hay que temer en el sujeto sano y psíquicamente equilibrado consecuencias patológicas o alteraciones duraderas de la función sexual, como prueba la experiencia en gran escala de las guerras y largos períodos de cautiverio. Pedro Trevijano, sacerdote