Imagínense una institución que se dedicara a socorrer a los que nadie quiere, a esos que no se han enterado todavía de la existencia del «Estado del bienestar» porque para ese Estado ni tan siquiera existen. Imagínense una institución que tuviera como objetivo educar a los niños y a los jóvenes para evitar que, por no saber distinguir el bien del mal, fueran víctimas de sus instintos antes de que la experiencia les enseñara a controlarlos. Imagínense una institución que estuviera siempre dispuesta a consolar al deprimido, a dar una mano al que, habiendo caído, quiere levantarse, a orientar a las familias en crisis. Imagínense una institución que fuera el paradigma de la defensa de los más débiles frente a la prepotencia de los poderosos, poniéndose al lado, por ejemplo, de los niños que están aún en el vientre de su madre. Imagínense una institución que fuera capaz, quizá la única en el mundo, de ejercer de contrapoder moral a la dictadura legal en que a veces se convierten las mayorías parlamentarias. Pues bien, si logran imaginarse una institución así, ¿les gustaría formar parte de ella, colaborar con ella, ayudarla a que pudiera llevar adelante su extraordinaria y heroica labor? Seguro que sí. Y también estoy seguro de que presumirían de ello y que les dirían a unos y otros que son miembros y colaboradores de esa institución, sintiéndose unos privilegiados por hacerlo. Pues bien, dejen de imaginar porque esa institución existe. Es la Iglesia católica. Es la Iglesia fundada por Cristo. Y pertenecer a ella, ayudarla con la oración, con los bienes y con la vida entera es lo mejor que nos puede haber pasado en la vida. Ser cristiano es formar parte de una familia que está al lado del que sufre, del inocente, frente a la siempre tiránica zarpa del poderoso. Ser cristiano es, simplemente, un privilegio. El mayor de todos. La Razón Santiago Martín, sacerdote