Cuando hace algún tiempo compré un libro, me dieron con él un marcapáginas en el que se me invitaba a hacer una encuesta, cuyo título era suficientemente expresivo: Fascistom, que iba en una línea claramente marcada por la ideología de género. Una de las preguntas en concreto era: “¿Cómo va a hacer de ministro uno que ni siquiera ha acabado la enseñanza obligatoria?”. La contestación adecuada era: Por supuesto que sí, mientras que la mía es por supuesto que no.
En concreto me parece indiscutible que no puede tener responsabilidades de gobierno o tomar decisiones graves alguien que es un semianalfabeto. Pero no sólo para gobernar un país, sino en cualquier profesión: la diferencia es radical entre un buen profesional que esté bien preparado o uno que no tenga ni idea de lo que hace. ¿Quién de nosotros se atrevería a ponerse en manos de alguien, por ejemplo en una operación médica, de quien pensamos es profundamente incompetente?
Para ejercer la profesión que sea, es necesario prepararnos para ella y por tanto hay que estudiar. Todos somos personas, pero nuestra personalidad tenemos que hacerla, construirla día a día integrando en nosotros una serie de valores positivos, como pueden ser el sentido de responsabilidad y el amor a la Verdad y al Bien. Y para ello necesitamos pensar y desarrollar nuestro sentido crítico, teniendo algo en la cabeza, porque la inteligencia es la capacidad de relacionar y quien tiene la cabeza vacía no puede hacerlo.
Aquí juegan un papel importante los educadores, tanto padres como profesores, que han de enseñar no sólo conocimientos, sino también a saber tomar decisiones y ejercitar sobre todo nuestra libertad con un uso positivo de ella. El buen educador es el que sabe conducir a sus discípulos de la total dependencia del niño a la independencia de una persona adulta capaz. Especialmente tenemos que formarnos para nuestra profesión, que es lo que nos va a permitir o nos permite ganarnos la vida, pero hemos de enfocar nuestro trabajo no sólo como lo que nos va a producir dinero, sino como lo que nos permite servir a los demás.
Y en todo esto, ¿qué papel pinta la fe? No nos creamos que una vez alcanzado un buen puesto en la sociedad, incluso si sabemos ponerlo al servicio de los demás, nuestro estudio ha terminado. Un médico, un abogado, un profesor, un sacerdote o cualquier otro deben estar actualizando constantemente sus conocimientos con un estudio ininterrumpido, que es uno de sus más importantes deberes profesionales, porque quien no estudia en poco tiempo se queda anticuado. Estudiar implica no sólo intentar entender mejor, sino renovarse para mantenernos al día. Hemos de considerar nuestro estudio o trabajo como una vocación por medio del cual cumplimos la voluntad de Dios, intentando tener una visión del mundo desde sus ojos, y así santificamos nuestra profesión y nuestra vida.
Y en todo esto, ¿qué papel ha jugado y juega la Iglesia? Desde luego su papel en la educación a lo largo de los siglos ha sido muy importante. Como dato claro, pensemos que las Universidades más importantes europeas e hispanoamericanas son de fundación eclesiástica y muchísimas congregaciones religiosas han sido creadas para educar a niños y adolescentes.
Como sacerdote me impacta ver cómo cantidad de días el santo que recordamos en la Misa es un Doctor o Doctora de la Iglesia, es decir alguien que supo poner su gran inteligencia al servicio de Dios y de la Iglesia.
No nos olvidemos que uno de los dones más grandes que Dios nos ha dado es la cabeza y nos la ha dado para que pensemos, como han hecho tantas personas que han sabido poner su inteligencia al servicio de Dios, de la Iglesia y de sus alumnos. Y es que Dios quiere que colaboremos con Él en la tarea de construcción del mundo, como hizo en el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, en el que se sirvió de los pocos panes y peces que le dejó un muchacho para hacer el milagro de alimentar a la multitud.