En cierta ocasión un profesor nos dijo que el pecado original era la mejor narración sobre el origen del mal de la Literatura Universal. En ella se nos presenta al ser humano como un hombre creado bueno por Dios, pero que es seducido e inducido al mal por el espíritu maligno, representado por la serpiente, lo que ocasiona el pecado original que hace de nosotros unos seres fundamentalmente buenos, pero con una inclinación al mal. Esta tendencia al mal ha tenido y sigue teniendo gravísimas consecuencias en la Historia de la Humanidad. Nunca se me olvidará la primera vez que bajé la famosa escalera de la muerte del campo de concentración de Matthausen. Mientras lo hacía no podía por menos de pensar que cada uno de aquellos escalones había costado varias vidas humanas y que aquello había sido el reino del mal, pues en todo aquello había habido algo de extrahumano, verdaderamente diabólico, impresión que tuve también con el zulo de Ortega Lara, que, aunque a escala individual representaba los horrores de los campos de concentración nazis. Por ello, olvidarnos del pecado original y creer que el hombre es sin más un ser naturalmente bueno, es edificar nuestra sociedad sobre un ser humano que no existe y abrir así la puerta a todas las catástrofes, pues se trata de una concepción del hombre inviable por falsa.
Hay unas cuantas ideologías, entre ellas la marxista, que parten, en efecto, de un falso presupuesto, la posibilidad de llegar en este mundo a una sociedad ideal. No deja de ser una lógica consecuencia de la increencia en Dios y de la existencia por tanto sólo de este mundo. En consecuencia nuestras ansias de felicidad hay que resolverlas aquí y ahora, porque otra vida no existe.
Pero esta concepción, al ser falsa, lleva a una serie de errores. El primero, cronológicamente, se da en el campo de la educación. El niño, el buen salvaje de Rousseau, lleva en sí unas ansias de aprender que pueden con todo. Se olvidan del pequeño detalle de que existe la vagancia y que el problema de la falta de fuerza de voluntad es uno de los más serios a lo largo de toda nuestra vida, y eso exige por nuestra parte una cultura del esfuerzo, muy bien reflejada en un par de refranes de nuestra cultura popular. “los perros no se atan con longanizas” y “nadie da duros (cinco pesetas) por cuatro pesetas”. De hecho el gran pedagogo Rousseau, abandonó a sus hijos y los envió al orfanato, por lo que nunca he entendido que a semejante individuo, del que Voltaire dijo: “Nunca se ha empleado tanta inteligencia en convencernos que debemos volver a andar a cuatro patas”, se le considere como un gran pedagogo.
Pero no es sólo el campo de la educación, sino que al tratar de construir sobre la base de un hombre equivocado, que no existe, los efectos sobre la realidad son pavorosos. Ni el mejor sistema político del mundo, ni la sociedad más perfecta, ni la Política, ni la Economía, ni la Sociología, llegan a solucionar problemas como el amor, la afectividad, la enfermedad, el sufrimiento, la muerte, y mucho más si esto se hace desde una base puramente materialista de la vida. Por ello la solución de estas ideologías materialistas y cerradas a la Trascendencia es radicalmente insuficiente, al no presentar razones para la esperanza y no resolver el problema básico del sentido de la vida. Además, al encontrarse con una serie de obstáculos en la realización de sus ideales, acaban pisoteando la dignidad humana, pues para conseguir sus objetivos emplean el odio y la violencia, por lo que queda aparcada esa presunta bondad natural del hombre y caen además fácilmente, como muestra la experiencia, en el Totalitarismo y en el genocidio, genocidio que avalan cien millones de muertos, que es el balance que nos pueden presentar de su actuación en el siglo pasado y que hoy continúa con su apoyo a las dos grandes empresas criminales del siglo XXI: el aborto y la eutanasia.
En cambio, la creencia en Dios y en una auténtica religiosidad, no sólo no atenta contra la dignidad humana, sino que fomenta el amor y nos libera del pecado. Del pecado original la Liturgia de la Iglesia ha llegado a cantar en el Pregón Pascual: “Feliz la culpa que nos mereció tal Redentor”, y la Carta a los Romanos nos enseña: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (5,20). Y es que es en Jesucristo donde encontramos el sentido de la vida y la solución a nuestros problemas.
Pedro Trevijano