Llevamos varios días escuchando, viendo, leyendo, informaciones y reportajes sobre este triste décimo aniversario. Han pasado diez años desde aquel fatídico 11 de marzo, cuando saltaron por los aires varios trenes de cercanías, todos ellos en las cercanías de la estación madrileña de Atocha, o en la misma estación. Casi dos mil heridos, 192 víctimas, desconcierto total en la sociedad y política española. En los diversos informativos, entrevistas y tertulias se habla de sufrimiento, de dolor, de muerte y destrucción, además de las connotaciones políticas, en uno u otro sentido.
Una frase me ha llamado la atención, en medio de esta saturación de 11-M. “Víctima se es 365 días al año"”, recalcaba Ángeles Domínguez, víctima y Presidente de una de las asociaciones de ayuda a las víctimas de este atentado terrorista. La frase respondía a la pregunta sobre la instrumentalización de las víctimas, de este atentado y de tantos otros, de este sufrimiento y de tantos otros.
Sorprende la densidad existencial de ciertos acontecimientos. El ser humano padece, es afectado por lo que sucede a su alrededor. Algunas de las circunstancias que le rodean tocan profundamente su corazón, su sentimiento y afecto. Y esta passio, esta “pasión” que decían los clásicos, parece que crece geométricamente cuando el acontecimiento que nos afecta es negativo. ¿Cuántas cosas buenas nos han sucedido en esta semana? ¿Y cuántas malas? Si nos damos un minuto para pensar, la primera lista tal vez sea reducida, y la segunda casi interminable.
¿Cómo gestionamos esas pasiones, esos afectos, esas circunstancias, grandes o pequeñas, que afectan a nuestra vida? El dolor duele, la ausencia de un ser querido deja un vacío profundo, las secuelas de esos momentos dramáticos tal vez traen a la mente terribles momentos, sólo con oír los avisos del cierre de puertas en un tren de cercanías. ¿Pero sólo hay motivos para llorar, para quejarse, para lamentarse por las circunstancias sufridas? Incluso en esas circunstancias la sed de felicidad se resiste a permanecer eternamente en el lamento, quiere sobreponerse, ser optimista (o menos pesimista), mantener la esperanza contra toda esperanza.
11-M: muertos, heridos, destrucción, sufrimiento, dolor, pero también una gran oleada de solidaridad, de deseo por ayudar a nuestros hermanos los hombres. Junto a las 192 víctimas y a los casi dos mil heridos, miles de voluntarios, médicos, psicólogos, sacerdotes, gente de todo tipo que saca de su corazón lo mejor de sí. Lo vimos también la víspera de la festividad de Santiago, el año pasado, cuando descarriló un tren en las proximidades de la ciudad del Santo. Víctimas, heridos, pero también una gran oleada de solidaridad por parte de los vecinos de aquel barrio cercano a Santiago. Es la experiencia de todos los “dramas” que sufrimos. ¿Por qué esas oleadas de generosidad? ¿No será que el corazón humano, incluso topándose con grandes sufrimientos, sigue anhelando la felicidad, amando desinteresadamente a sus “compañeros de viaje”? ¿Será el deseo insaciable de bien, más allá de cualquier mal?
Vivimos abiertos a la trascendencia, a la felicidad profunda del corazón, más allá de las situaciones materiales que nos circundan. Y cuando se pone a prueba esa felicidad, cuando chocamos con la realidad del mal, el mal de unos terroristas, el mal de una catástrofe natural, el mal de un terrible fallo humano, algo surge por encima del dolor el deseo de bien, el amor. Como el ave fénix, también de las cenizas del dolor surge el amor, la felicidad, aunque sea un gozo mezclado con el llanto.