Un médico, creyente, me hizo un resumen de la situación psicológica de sus pacientes. Para unos la muerte es “punto final”. Estos le preocupan y les ayuda en cuanto puede. Para otros es “puntos suspensivos”: algo hay después, pero no saben qué. Finalmente, otros ven la muerte como “punto y seguido”. Estos tienen y le dan paz. Hace tres días celebramos el día de difuntos. La muerte es uno de los problemas más fundamentales planteados a todas las civilizaciones. Problema que no se puede resolver “de tejas para abajo”. Un gran historiógrafo francés afirma que la primera prueba del paso del “homo faber” (que hace cosas) al “homo sapiens” (que piensa) son las tumbas intencionadas. No se abandonan a los muertos en barrancos o simas, sino que se ponen en tumbas con objetos que les fueron familiares en vida. Entre el absurdo de que todo ha acabado y el misterio de que algo continúa, el homo sapiens opta por el misterio. No hay misterio: hay Dios. “Quien a Dios ve, se muere´,dicen que has dicho Tú, Dios de silencio; ¡que muramos de verte y haz de nosotros lo que quieras!” (Unamuno). “Es evidente que en primavera no estaré vivo, pero pronto experimentaré la vida de otra manera. Así como Dios me llamó para que le sirviera a lo largo de mi vida en la tierra, ahora me llama `a casa´” (escritos últimos del cardenal Bernardin de Chicago) La vida eterna no es fruto de la naturaleza humana sino de un don gratuito de Dios. La aceptación de la muerte es el acto de mayor confianza en Dios que hacemos en vida. Todo lo palpable, lo que amamos, esa vida poseída en la que nos hemos sumergido, Él nos pide que la dejemos por otra, de la que no tengo otra garantía -que no es poca- que su Palabra. Eso es fe, esperanza y amor. + Cardenal Ricardo Mª Carles, arzobispo emérito de Barcelona