El Concilio Vaticano II, que estuvo pensado para relanzar a la Iglesia en el mundo libre, plural, abierto y democrático nacido de la II Guerra mundial –menos donde el comunismo aplastó a las libertades-, se trocó en pretexto para provocar una de las mayores crisis sufridas por la Iglesia en toda su historia. Y provocada, mayormente, por motivos políticos para favorecer, en nombre de la libertad de conciencia, a los enemigos de la libertad, en plena guerra fría entre el mundo libre y el imperio soviético en que el marxismo dividió el planeta. La gran crisis de la segunda mitad de los años sesenta y sucesivos, fue una cuestión básicamente clerical, a la que fueron arrastrados, por contagio, algunos seglares clericalizados y no pocas religiosas. La gran deserción –que no evasión-, la desbandada, la estampida de individuos con sotana o hábito fue tremenda, con enorme escándalo de la tropa de a pie eclesial, que no daba crédito a lo que estaba viendo. El primer caso que conocí lo personificó un sacerdote rector de una parroquia suburbana de Toledo y consiliario diocesano de la HOAC (Hermandad Obrera de A.C.) que, ciertamente, causó gran estupor y escándalo entre sus parroquianos y amigos, en cuyo círculo yo me hallaba. Se lió con una feligresa, no muy atractiva por cierto, casi a la vista de todo el mundo antes de secularizarse, si bien más tarde, cuando arregló todos los papeles, se casó canónicamente con ella; de todas formas, el daño moral público ya estaba hecho. Luego conocimos todos tantos casos, que echamos callos en el corazón, aunque personalmente nunca dejé de sentir una gran tristeza. ¡Santo Cielo, adónde habíamos llegado! Digo una vez más, que la crisis no la provocó el Concilio, sino que empezó a incubarse mucho antes, exactamente en las casas ignacianas de formación durante los años cincuenta, donde las enseñanzas del teólogo Karl Rahner, asimismo S.J., y otros maestros, sembraron semillas desconcertantes, que granarían plenamente tras la asamblea conciliar. Los jesuitas, dada su enorme influencia en las estructuras eclesiásticas, infectaron el virus “progresista” a otras muchas instituciones religiosas y a un sector del clero que participó del “pacifismo” de Pax Christi, o se prestó al diálogo contaminante de cristianos y marxistas, como mi director espiritual en cierta época, el canónigo malagueño José María González Ruiz (“Che gua” para los amigos), biblista especializado en San Pablo, pero, también, perejil de todas las salsas llamativas y epatantes. Fue el primer cura español que se compró una de aquellas Vespas primitivas que circulaban a una media de 30 km. por hora, cuando se desbocaban. Con ella fue de Roma a Málaga, con la sotana y la teja puestas, dando el espectáculo “moderno” por donde pasaba, que era lo que de verdad le gustaba. Aún conservo en mi álbum personal una foto suya, naturalmente ensotanado, que le hice en el zoco de Nador (Marruecos). En definitiva: toda aquella movida preparatoria desembocaría, inevitablemente, en la Teología de la Liberación, en las comunidades de base (de base comunista), en “cristianos por el socialismo” y en la “opción preferencial por los pobres” es decir, por el marxismo con los pobres de tapadera. La principal herramienta conceptual usada por los promotores de un cambio tan radical, fue un anticapitalismo rudimentario, más visceral que razonado, siempre latente en los entresijos del pensamiento católico reaccionario, gremialista, corporativista o de “tercera vía”, explicitado por la escuela austriaca (Johannes Messner y otros) entre las dos guerra mundiales y que, en la práctica, o en la historia, desembocó, por cuanto a las relaciones económico-laborales se refería, en el sistema corporativo portugués de Salazar, en el fascismo italiano, en el peronismo argentino y en el nacional sindicalismo de Franco, uno de sus principales teóricos fue el padre Martín Brugarola, S.J., asistente religioso nacional de la Organización Sindical. Todos estos regímenes han desaparecido, gracias a Dios, menos el peronismo, para desgracia y penitencia de los masoquistas argentinos que lo reeligen, pero el odio al capitalismo “liberal” (el más personalista y expansivo de todos los capitalismos conocidos como podría demostrar si en lugar de un artículo escribiera un libro) sigue ahí, vivo y coleando, plenamente asumido por los “progres” que todavía resisten, inasequibles al desaliento, en nuestros medios, o bien en los círculos y mentes que, igual que en su día los carlistas, no terminan de bajarse del monte. Ese pensamiento reaccionario –hablo en términos técnicos o históricos y no ideológicos- ha sido el que ha producido el triple salto mortal de pasar del integrismo al marxismo, sin detenerse ni reposar, sosegados, en un término medio, en la democracia tolerante de John Loocke (“vive y deja vivir”). Al contrario, estos exaltados de tremendos bandazos pendulares, prefieren ser cualquier cosa antes resultar sospechosos de templados, moderados o, ¿quizás de herejes “liberales”? ¡Horror!, maldita palabra que les produce vómitos mentales. Ello ha originado fenómenos tan enloquecidos, más allá de las excusas en las que se cobijen, como el terrorismo etarra, de carácter nacionalista-comunista, cuyos miembros siempre han contado con la “comprensión” de no pocos jesuitas y ciertos capuchinos, entre otros clérigos. Pero esta es otra historia. Ahora estamos en la infección marxista dentro de la Iglesia, algunas de cuyas consecuencias desarrollaré en el próximo y –espero- último capítulo. Vicente Alejandro Guillamón Del pontificado de Pablo VI y la gran deserción (I)