El papa Montini, Pablo VI, hombre de Dios pero desbordado por los acontecimientos, no tuvo un pontificado (19631978) sosegado y fructífero, al contrario que su antecesor, el bondadoso Juan XXIII. Una serie de galernas sacudieron la barca de Pedro, destrozando parte de su velamen y arboladura, sin que el capitán de la nave pudiera hacer nada por evitarlo. No pocas veces hemos oído opiniones achacando al Concilio Vaticano II los desastres que sufrió la Iglesia a partir de aquel magno acontecimiento, oportuno y seguramente necesario para poner el reloj del pueblo de Dios a la hora de su tiempo, pero desde muy pronto pudo advertirse que había gentes, especialmente clérigos, más exactamente clérigos periodistas y exégetas del acontecimiento conciliar, que estaban interpretando la asamblea en clave errónea o torticera. Estas desviaciones se manifestaron inicialmente en un lenguaje informativo hecho de términos políticos, absolutamente impropios del espíritu conciliar y desde luego funestos para la correcta explicación de lo que se “guisaba” en el Concilio. De ese modo, las expresiones que dividían a los padres conciliares en izquierdas y derechas, progresistas y conservadores –si no eran tildados de reaccionarios- hombres de su tiempo (los partidarios del “aggiornamento”) vs. desfasados, etc., llenaban las informaciones y comentarios de todos los medios. Un enjambre de escribas todavía ensotanados que acudieron a Roma durante las cuatro etapas del Concilio, propagaron a los cuatro vientos la buena nueva de una Iglesia politizada según cánones seculares totalmente escorados a babor y estratégicamente situados. Uno de los focos de irradiación, si no fue el mayor de todos, estuvo en la propia Sala de Prensa del Concilio, fuente oficial de información conciliar, donde se introdujo una célula comunista a cargo del conde Krasicki, corresponsal de la agencia de noticias polaca A.R. y miembro del movimiento Pax, que tanto juego habría de dar en el posterior diálogo cristiano-marxista, verdadero canal de infiltración o contaminación comunista de ciertos sectores de la Iglesia. Dicha célula Pax trabajaba en estrecha conexión, es decir, “estaba integrada”, según Ricardo de la Cierva (“Las Puertas del Infierno”, p. 454) en el Centro de Coordinación de Comunicaciones Conciliares (CCC) que se ocupaba de machacar sistemáticamente a los “conservadores”. La flota “progre”, artillada con cañones de grueso calibre, se ponía en marcha a toda máquina –y más de uno todavía navega en su estela-. El vapuleado cardenal Ottaviani, defensor, no sin argumentos, de la Tradición y guardián de la fe, junto a otros como él, fueron literalmente triturados, reducidos a escombros por los medios informativos, todos unidos en la gran misión “liberadora” de las viejas ataduras que maniataban a la Iglesia. Acababa de nacer el progresismo clerical, de tan nefastas consecuencias. El CCC tuvo su continuidad en el IDOC (Centro Internacional de Información y Documentación de la Iglesia Conciliar), encargado de llevar adelante la línea de PAX en el postconcilio a escala mundial. Lógicamente, estas operaciones de ingeniería político-social dieron los únicos frutos que podían dar, precisamente los que buscaban sus instigadores: la desorientación de amplios segmentos religiosos que, con el tiempo, provocasen la licuación o desintegración de la Iglesia. A lo largo de la historia siempre ha ocurrido los mismo. Cada vez que la Iglesia se seculariza o mundaniza, es decir, se hace mundana o quiere suplantar al César, se extravía y sobreviene la debacle. Sucedió en el Renacimiento, cuando el redescubierto del humanismo clásico derivó en un humanismo paganizado del que aquel era portador, contaminando a papas y grandes jerarcas eclesiásticos. Por ese camino la descomposición moral y espiritual estaba servida; la incitación a la reforma protestante también. Otro ejemplo dramático podríamos hallarlo en el largo proceso que desembocó en la Revolución francesa, con cardenales mundanos encumbrados en lo más alto del poder humano. Es la lógica de Dios que no hay manera de trampear. Si se antepone el poder, la política, el dinero, las ideologías o el goce personal al seguimiento de Cristo, inevitablemente descarrilamos. Vicente Alejandro Guillamón