En las anteriores entregas referidas al pecado de Sodoma tal y como se describe en Ezequiel 16:49-50, he intentado subrayar que lo que se nos describe no es tanto una suma de ejemplos de quebrantamiento de la ley de Dios como un proceso creciente de descomposición moral de una sociedad que acaba abocándola al juicio divino. En el escalón de descenso hacia el juicio de Dios del que me ocuparé hoy ese aspecto de creciente decadencia queda notablemente reflejado. Como vimos, de la soberbia de colocarnos en lugar de Dios es fácil pasar a una visión de los bienes materiales en la que éstos acaban poseyéndonos y, una vez que malutilizamos esos bienes. El paso siguiente es malutilizar igualmente nuestro tiempo. Todas esas conductas tienen una consecuencia directa y, casi me atrevería a decir, obligada: la desaparición de la compasión. Algunos ignorantes tienden identificar la compasión con un precepto del
Dalai Lama. Sin entrar en consideraciones sobre el teócrata tibetano, lo cierto es que la compasión es una característica de
Jesús que deben asumir los cristianos. El verbo griego que se utiliza en el Nuevo Testamento para describir esa conducta –
splagjnízomai – tiene, de hecho, un contenido tan profundo que, difícilmente, se agota con la palabra “compasión”. Es, a decir verdad, un movimiento de las entrañas que lleva a actuar ante la necesidad espiritual de la gente (Mateo 9:36-38), ante su enfermedad (Mateo 14:14) y ante su necesidad material (Mateo 15:32). Hacia todos ellos –afligidos y menesterosos en un sentido u otro– debería volcarse una sociedad para fortalecerlos, pero la sociedad que ha incurrido en el pecado de Sodoma actúa de la manera diametralmente opuesta. De hecho, aquellos que, por utilizar la terminología de
Ezequiel, son afligidos y menesterosos se convierten de objetivo de nuestra compasión en gente a la que deseamos expulsar de nuestras vidas. Son –por decirlo de una manera sencilla y fácil de comprender– molestos. Tenemos tan asumido, tan asimilado y tan decidido que el mundo gira en torno a nosotros y que cosas y tiempo derivan de nuestra única administración, que, sumergidos en ese autismo moral, cualquier cosa que incida en nuestro disfrute se convierte en insoportable. No sólo eso. Llegado el caso, hasta podemos aplaudir que se legisle alguna manera de desembarazarnos de semejantes incordios. Sinceramente creo que tanto la despenalización del aborto como de la eutanasia son, palabrerías aparte, dos ejemplos de hasta qué punto la sociedad desea librarse de sectores de la población que sólo le provocan molestias. En el caso del aborto es obvio. Las alternativas al aborto – entrega en adopción, tener el niño, etc –siempre son más costosas desde cualquier punto de vista. Incluso la madre que está dispuesta a dar a su hijo a otros padres al término de la gestación sabe que tendrá que pasar un embarazo que se ahorra la abortista y no digamos ya cuando la mujer en cuestión decide sacar a un hijo adelante con dificultades económicas e incluso sola. No. Reconozcámoslo. El aborto es un quitaproblemas… al coste, claro está, de una vida humana y de otros daños colaterales de no escasa envergadura. Algo similar sucede con la eutanasia. Los ancianos –esos que cuando yo era niño se veían en todas las casas como personas sin las que no podía concebirse una familia– son otro incordio más. La prueba de ello es que a medida que las viviendas se han ido agrandando y mejorando y la gente que vivía en ellas disminuía, los ancianos en vez de tener más espacio se han ido viendo arrojados a las reservas como si fueran pieles rojas derrotados. Eso si han tenido suerte porque los más desafortunados se han visto abandonados en una gasolinera o en un hospital en época de vacaciones. Para una sociedad que se siente molesta por los ancianos, la legalización de la eutanasia es una verdadera bendición. Abre la puerta a disfrutar de las vacaciones sin apenas molestias, permite hacer más divertida la agenda familiar e incluso agiliza los plazos para cobrar la herencia. El problema –una vez más– es que lo hace a costa de la muerte de inocentes. Se podría –por usar la expresión de
Ezequiel– fortalecer el brazo de las mujeres que piensan en abortar o de los enfermos y ancianos para que su vida sea más llevadera, pero resulta más fácil ahogar en sangre semejante molestia. Sin embargo, no son ésos los únicos ejemplos que muestran hasta qué punto nuestra sociedad ha perdido la compasión demasiado centrada en disfrutar de su soberanía moral, de sus cosas y de su tiempo. Quizá uno de los síntomas más claros del abandono de la compasión sea la manera en que millones de personas han decidido delegar la menor muestra de bondad en las ONGs. Dedicar una tarde de sábado a visitar enfermos se considera una lastimosa pérdida de tiempo, pero se da con gusto una ayuda para salvar ballenas (las ballenas nunca exigen que pases con ella media hora, todo hay que decirlo). Charlar un rato con gente que está sola –anciana o no– es contemplado con horror, pero nos parece maravilloso ocuparnos de un calentamiento global que, dicho sea de paso, es ficticio. Escuchar a los que necesitan un hombro amigo sobre el que llorar es un agobio, pero aplaudimos con fervor las medidas de expropiación que algún dictador loco adopta en el otro extremo del mundo (total nosotros no somos los propietarios de esos bienes). En ocasiones, he señalado – no del todo irónicamente – que el primer director de ONG se llamaba
Judas Iscariote. A fin de cuentas, cuando alguien quiso honrar a Jesús puso el grito en el cielo invocando la necesidad de los pobres, pero, en realidad, tan sólo deseaba quedarse con el dinero que era de todos (Juan 12:1-8). Ironías –y excepciones honrosas y matices más que justificados– aparte, lo cierto es que Jesús ni vio mal que se gastara dinero en honrarle ni dejó de decir una gran verdad, que a los pobres siempre – SIEMPRE – los tendríamos con nosotros (Juan 12:8). Intentar esconderse de esa realidad, parapetándose detrás de organizaciones no gubernamentales mantenidas con fondos que en más de un 95% son gubernamentales resulta una pobre solución y muestra –insisto en ello– como incluso deseando hacer el bien, la sociedad que incurre en el pecado de Sodoma es agobiantemente cómoda. La segunda manera de huir de los afligidos y menesterosos es apartarse de la realidad –que es tan molesta y quita tanto tiempo– y arrojar la solución sobre las espaldas de los gobiernos. Semejante conducta, cómoda donde las haya, tiene consecuencias perversas. Por ejemplo, como si de un
Robin Hood invertido se tratara, nuestras sociedades acaban despojando a las clases medias y bajas de Occidentes para enriquecer aún más a las clases opulentas del Tercer Mundo que son las que se quedan con la ayuda de nuestros impuestos. Esa terrible circunstancia sólo conoce una excepción real: cuando las iglesias son las que reciben la ayuda y la distribuyen entre los necesitados. Lamento que leer esto moleste a muchos, pero la realidad estadística al respecto resulta innegable. Podemos sentirnos orgullosos de nuestro humanitarismo que ayuda a abortar a las mujeres y pasaporta con más facilidad a los enfermos al otro mundo e incluso podemos desbordar de orgullo porque cantamos las loas de las ONGs y de las ayudas sociales a todas las horas del día y de la noche, pero tantos motivos de jactancia, en realidad, no son sino muestras de una profunda decadencia moral. Permítaseme ahora decir que esa decadencia ha llegado también a no pocos cristianos. No pretendo ser exhaustivo, pero quisiera dar algunos ejemplos para reflexionar. Cuando yo me convertí hace más de tres décadas, era costumbre de los jóvenes de mi congregación visitar el hogar de ancianas con cierta regularidad. No era nada espectacular. Les llevábamos alguna cosa, cantábamos himnos con ellas y les hacíamos compañía toda la tarde. Ocasionalmente, les entregábamos un donativo. Bastaba verlas para saber que les habíamos alegrado el día y ciertamente lo habíamos hecho no porque nos consideráramos un ejemplo de la Humanidad progresista sino por puro amor a Dios y al prójimo. También recuerdo que teníamos algunos enfermos crónicos en la congregación. Por regla general, era gente que no podía moverse o que tenía muchas dificultades. También se les visitaba con regularidad. En ocasiones, se oraba por ellos, se les limpiaba la casa o simplemente se les daba un rato de conversación y compañía. Jamás tuve la sensación de que ni mis compañeros ni yo nos quedáramos con la impresión de que habíamos perdido el tiempo o de que hubiéramos podido aprovecharlo mejor. No me atrevería a decir que este tipo de actividades haya desaparecido, pero no suelo verlas en los boletines de las iglesias y, sinceramente, creo que constituían una muestra de compasión mucho más noble y profunda que la salvación del buitre leonado. Pero hoy me estoy alargando mucho, así que de las formas de compasión hacia el afligido y el menesteroso hablaré, Dios mediante, en el próximo artículo.
César Vidal El pecado de Sodoma (I): la soberbia El pecado de Sodoma (II): La abundancia de pan El pecado de Sodoma (III): La abundancia de ociosidad