Sodoma y cómo no olvidar la compasión En las anterior entrega referida al pecado de Sodoma tal y como se describe en Ezequiel 16:49-50, anuncié que me ocuparía –antes de seguir con la descripción de ese proceso de degradación espiritual– de algunas de las formas de compasión hacia el afligido y el menesteroso que Dios espera de Su pueblo. Es lo que voy a intentar acometer en este artículo centrándome en dos que me parecen esenciales. 1.- La predicación del Evangelio. No deja de ser significativo que la primera vez que el Evangelio de Mateo (9:36-38) se refiere a la compasión que Jesús sentía por sus contemporáneos conecte esa conducta con la necesidad espiritual. Lo que tocó el corazón de Jesús es que eran “como ovejas sin pastor” y aquella realidad le afectó tanto que enseñó a sus discípulos que pidieran al Padre obreros para trabajar en esa mies. El mismo llamamiento de Jesús en Mateo 11:28-30 –un anuncio que no de manera casual se coloca después de que se habla de la intimidad entre el Padre y el Hijo– indica: “Venid a mi todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. Vivimos en una sociedad cuyos mayores problemas no se pueden solucionar –ni siquiera paliar– mediante inyecciones de dinero o aumento de funcionarios. Es incómodo reconocerlo siquiera porque deja de manifiesto las limitaciones del ser humano para enfrentarse con sus necesidades, pero lo cierto es que se trata de problemas mucho más profundos e íntimos que afectan a lo más hondo del yo y que sólo encuentran su respuesta en Jesús. Por eso, la verdadera muestra de compasión hacia nuestros semejantes –los que sienten la culpa, la desorientación, la esclavitud del pecado, la incapacidad para comenzar una nueva vida, la terrible y atenazante ansiedad…- es mostrarles a Jesús que es el único que puede liberarlos de todas esas pesadas cargas. Sólo el nombre de Jesús ha sido dado al ser humano bajo los cielos para aferrarse a él (Hechos 4:1112), sólo Jesús es el camino para llegar al Padre (Juan 14:6) y cuando alguien gime, como el carcelero de Filipos, preguntando qué ha de hacer para salvarse, la respuesta sigue siendo: “Cree en el Señor Jesús y serás salvo” (Hechos 16:29-31). Lamentablemente, no pocos cristianos consideran que ésa es una cuestión secundaria, de carácter “religioso”, que debe ser suprimida o, al menos, pospuesta por la puesta en funcionamiento de un evangelio social centrado en las necesidades materiales. Sin duda, los cristianos debemos atender esas necesidades, pero no deja de ser significativo que cuando éstas surgieron en la iglesia primitiva no significaron el abandono de la Palabra y de la oración sino la reafirmación de que ambos ministerios no podían verse distraídos por ellas (Hechos 6:1-4). A cada día, a cada hora, la gente que nos rodea pierde a sus seres queridos, cae en el desaliento, sufre, se enfrenta con la muerte o gime bajo la desesperación. Sólo Cristo, única y exclusivamente Cristo, el que murió en la cruz, pero también regresó de entre los muertos, puede sacarlos de esas situaciones. 2.- Oración: la segunda conducta que el pueblo de Dios debe abordar para mostrar compasión hacia la sociedad en que vive es la oración. Creo que no exagero si digo que nuestra sociedad es presa de la locuacidad a la hora de abordar cuestiones verdaderamente relevantes. Reconozco que no deja de causarme pasmo la frivolidad y la ignorancia con que la gente más diversa –incluidos periodistas y políticos– abordan cuestiones de una trascendencia no escasa como puede ser la familia, las relaciones de pareja o la educación de los hijos. Nuestra sociedad necesita que haya gente que hable, pero no tanto en conversaciones donde nadie escucha a nadie, como ante Dios volcando su corazón para que se compadezca de un mundo que ha decidido volverle la espalda y que, sin embargo, aúlla de cólera cuando recibe las consecuencias de ese abandono. Quizá no sería mal ejercicio que aquellos que creen que Dios escucha la oración, dedicaran siquiera una parte del tiempo destinado a comentar la evolución de la liga de fútbol a ponerse de rodillas ante Él. 3.- Administración correcta del tiempo y del dinero. Finalmente, el pueblo de Dios debería reorientar su administración del tiempo y del dinero no sólo por evitar incurrir en el pecado de Sodoma, sino, fundamentalmente, como manera de ser fieles a su misión en este mundo. El capítulo 25 de Mateo contiene una serie de ejemplos de conductas que manifiestan esa compasión. Alimentar a los que no tienen comida, brindar refresco a los que se ahogan, vestir a aquellos que no recuerdan cuando fue la última vez que se compraron unos zapatos o un abrigo, visitar a los que la enfermedad ha quebrantado, recordar a los que están en prisión o atender a los ancianos, a las viudas y a los niños constituyen tan sólo algunas de las conductas compasivas que podemos incorporar a nuestra vida como algo cotidiano. Pero también podemos añadir otras. Por ejemplo, buscar personas a las que “adoptar” para darles nuestro tiempo y nuestro dinero por puro amor a Cristo. Ese estudiante que tiene dificultad para seguir sus estudios porque carece de recursos, esos ancianos que se ven obligados a acudir a un comedor de beneficencia porque la inflación y la subida de los alimentos devoran su pensión, esa madre soltera que se ve agobiada por la lucha cotidiana, esa adolescente que duda entre si abortar o no siquiera porque no ve una mano que se tienda para ayudarla y tantos otros deberían ser objetivo de una conducta de amor y compasión que indica que es posible vivir de una manera diferente a Sodoma. Me consta que todos y cada uno de estos ejemplos –en absoluto, un catálogo exhaustivo– exigen que reenfoquemos la manera en que contemplamos nuestra vida, incluidos nuestro dinero y nuestro tiempo, pero, en contra de lo que puedan pensar muchos, no se trata de un sacrificio sino de una bendición. Cuando uno comprende que no está obligado (¡¡esclavizado!!) por determinadas distracciones sino que puede emplear su tiempo en hacer el bien como lo hizo Jesús y cuando además capta la inmensa cantidad de cosas innecesarias que puede sacar de su existencia, el resultado es una libertad y una dicha que sólo pueden describir los que la han experimentado. Pero –me temo– que he de volver a describir el pecado de Sodoma aunque eso, Dios mediante, será ya en el próximo artículo. César Vidal El pecado de Sodoma (I): la soberbia El pecado de Sodoma (II): La abundancia de pan El pecado de Sodoma (III): La abundancia de ociosidad El pecado de Sodoma (IV): la ausencia de compasión