El 25 de marzo próximo se cumplirá ya el diecinueve aniversario de la publicación de la Encíclica Evangelium Vitae, de Juan Pablo II: una gran regalo para la Iglesia, para la humanidad de entonces y de ahora. Con su publicación, una corriente de aire fresco y puro irrumpía en este mundo nuestro tan calcinado y desierto por la «cultura de la muerte». Resonaba con fuerte vigor la voz libre y profética del Papa, de la Iglesia, cargada de esperanza, que grita y anuncia el Evangelio: la Buena Noticia, de la vida: porque el Evangelio de Dios al hombre, en efecto, el Evangelio de la dignidad inviolable de la persona humana, el evangelio de la misericordia, y el evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.
Una buena noticia se nos dio entonces y sigue con la mismísima actualidad que en aquel momento. Una buena noticia aconteció en medio de nosotros tan necesitados como andamos de buenas noticias. Una luz grande iluminaba aquellos momentos y sigue iluminando la oscuridad de una «cultura de muerte». Nadie, en este tiempo, ha hablado con tanta fuerza, con tanta claridad y verdad, ni con tanto amor y ternura y misericordia en defensa del hombre amenazado como lo hizo este paladín de la vida que fue Juan Pablo II.
Con ese amor y ternura la Iglesia, hoy y mañana, ha de salir, ante este desafío de la vida, en defensa de la vida despreciada, en defensa de la dignidad preterida o violada. Ha de clamar por el hombre inocente, dar la cara por el indefenso con energía, apostar fuerte por la vida, por toda vida humana desde su gestación hasta la muerte natural. Escuchando al Papa Juan Pablo II se siente el gozo inmenso de ser hombre, la alegría de haber sido llamado a la Vida, la dicha de ser una de esas criaturas –un hombre– querida directamente y por sí misma por Dios, que quiere que el hombre viva y cuya gloria es ésa : la vida del hombre. Si al final del siglo XIX, la Iglesia «no podía callar ante los abusos sociales entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización del nuevo orden mundial» (Juan Pablo II).
Sin duda, la injusticia y la opresión más grave que corroe el momento presente es esa gran multitud de seres humanos débiles, inocentes e indefensos que está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. El desafío que tiene la Iglesia, que tenemos nosotros, los hombres y mujeres de hoy es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles. Como el Papa Juan Pablo II recordó tantísimas veces a la humanidad entera, una de las causas más decisivas en las que se va a jugar el futuro –se está jugando ya– de la humanidad y la salvación del hombre, en el siglo XXI y en el tercer milenio, va a ser la causa de la vida. El siglo XX fue el siglo de las grandes guerras, de las más terribles de toda la historia humana. Desde la perspectiva de la fe católica –y desde la misma razón– habría que añadir, además, que el siglo XX es el periodo histórico, dentro de la era cristiana, en el que el valor de la vida se ha visto más universalmente amenazado y más abiertamente puesto en cuestión.
Nuevas y gravísimas amenazas se ciernen sobre la vida y la dignidad de la persona humana. La guerra se sigue utilizando sin escrúpulos como método brutal de solución a los problemas políticos. Se usa y justifica el terrorismo con sus escuela de asesinatos, crímenes, vidas y familias destrozadas como recurso «legítimo», no se sabe bien, con qué fines políticos, sociales o culturales. Se justifican la manipulación genética con fines experimentales o la eliminación de embriones, no considerados como seres humanos, como si no se tratase de «uno de los nuestros». Nos hemos acostumbrado a esas cuatro quintas partes de la humanidad que pasan hambre o a esos millones y millones de hombres, ya desde niños, que no tienen el mínimo necesario para subsistir con dignidad. Se vende, sin ninguna justificación e incluso falseando los mismos datos de las Naciones Unidas, el llamado «boom demográfico», con políticas antinatalistas, incluyendo en ellas incluso el aborto, puestas al servicio de intereses económicos e ideológicos. El narcotráfico criminal y el consumo de drogas sigue haciendo estragos en la vida de numerosos jóvenes. No son, por desgracia infrecuentes los malos tratos, incluso con heridas y consecuencias de muerte, infl igidos a mujeres y niños débiles e inermes. La vida de los no nacidos, de los enfermos terminales, delosancianos, delosdisminuidos de todo tipo, se encuentra cada vez más desamparada no sólo por las leyes vigentes, sino también por las costumbres y estilos de vida más en boga en la sociedad actual. Parece que se trata de vidas humanas de inferior valor y menos dignas de protección jurídica y social que las de los sanos, fuertes y autosuficientes en lo físico, lo psíquico y lo económico-social. Es evidente: gana terreno lo que Juan Pablo II calificó como la cultura de la muerte. Pero la muerte ha sido vencida por el Evangelio de la vida: Éste es el que la Iglesia proclama y defi ende con gozo, con esperanza y con toda su fuerza. La Iglesia apuesta por el hombre. Es necesario apostar por el hombre y su futuro.
Desde esta postura positiva abordaré, una vez más, en sucesivos artículos, el tema del aborto, y lo que está en juego en no pocas posiciones o reacciones que se mantienen ante él o ante legislaciones existentes o ante eventuales cambios de las mismas. Si no defendemos y protegemos la vida, ¿dónde vamos? Si nos avergonzamos de leyes a favor de la esclavitud en el pasado, ¿por qué no avergonzarnos de legislaciones presentes en contra de este derecho tan fundamental, el de la vida, en el que sustentan los otros? Son muchos, más de lo que parece, los que se avergüenzan de tales legislaciones porque apuestan por el hombre y su futuro, y lo serán más aún en el futuro, los que vengan detrás en el camino de la humanidad, en el camino de la vida de la humanidad. El hombre, la vida del hombre, es el camino del futuro.
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