Me ha resultado muy incitador un artículo de Arcadi Espada titulado Creencias en el que se subleva contra la carta, publicada en diversos periódicos, de los padres de Mariquilla, una niña de cinco años que murió atropellada fortuitamente a la salida de su colegio. Con una falta de remilgos sin duda hiriente pero muy estimulante desde el punto de vista intelectual, Espada se escandaliza, por ejemplo, de que los padres se atrevan a afirmar que su hija está «gozando más que nunca en el cielo porque era una disfrutona de la vida y sabía que sólo allí podía estar mejor con su verdadero Padre y su verdadera Madre».
Y se escandaliza todavía más de que pidan a la mujer que atropelló a su hija «que se abandone en el Señor para darse cuenta de que no tiene culpa alguna y que, aunque sea incomprensible, Nuestro Dios lo ha permitido para sacar bienes mayores» (y los padres, incluso, mencionan que conocen casos de personas que, tras la muerte de su hija, han recobrado la fe). A Espada, en fin, esta carta se le antoja «la insólita justificación de un dios [sic] criminal» que «ha exigido el sacrificio de una niña»; y se le antoja aberrante que los titulares de la prensa la califiquen de «conmovedora» y «emocionante», siendo a su juicio por completo «inadmisible».
Espada tiene razón cuando despotrica contra la prensa que califica de «conmovedora» una carta que, en efecto, resulta por completo «inadmisible» para la mentalidad de nuestra época; aunque, sin duda, esa prensa zaherida por Espada demuestra al menos tener un poco más de delicadeza que él. Pero la delicadeza no es una prenda intelectual, sino en todo caso moral; y Espada acierta mucho más con su epíteto áspero que la prensa con sus epítetos ñoños. La carta de los padres de Mariquilla resulta por completo contraria al espíritu de nuestra época, que considera que la muerte conduce a la nada y que la fe en otra vida es una compensación imaginaria propia de ignorantes (cuando lo cierto es que no hay mayor ‘compensación imaginaria’ que la nada; puesto que si hay algo que por definición no exista es la nada).
Nuestra época no cree en la vida más allá de la muerte por miedo a lo desconocido, por miedo a la existencia de una realidad que se hurte a su ciencia y a su técnica; y también porque –como señalaba Bossuet–, no creyendo en otra vida, se puede vivir esta como lo hacen los animales. La existencia de otra vida es, a la postre, una exigencia temible, pues nos obliga a vivir pensando en ella (y en el juicio que la precede), ordenando nuestra andadura terrenal hacia un horizonte más amplio. Cuando Espada califica de «inadmisible» la carta de esos padres no hace sino mostrar el mismo enojo y la misma exasperación que mostraban los paganos, hace veinte siglos, cuando veían a los cristianos aceptar alegremente la muerte.
Seguramente aquellos paganos pensaban que los cristianos eran pobres locos que actuaban así obedeciendo a «un dios criminal» que les exigía este sacrificio, pues no conocían la fe que profesaban. Espada, en cambio, conoce sobradamente esa fe y sabe, por tanto, que su «dios» no exige sacrificios; también sabe que el problema del mal que irrumpe en nuestras vidas infligiéndonos los más atroces dolores –como, por ejemplo, la muerte de una hija de cinco años– exige análisis menos caricaturescos y esquemáticos.
La existencia del dolor y de la muerte es, seguramente, la objeción más tremenda que puede hacerse contra la existencia de Dios. El mismo Santo Tomás de Aquino la pone la primera todas (1, q. 11, art. 3): «Si, de dos contrarios, el uno fuese infinito, el otro quedaría destruido. Bajo el nombre de Dios, se extiende un bien infinito; por tanto, si Dios existe, el mal no puede existir. Pero el mal existe en el mundo. Luego Dios no existe». En efecto, basta con exagerar la premisa menor –«el mal existe en el mundo»– para perder la fe en Dios, que en caso de existir se convertiría en ese «dios criminal» al que se refiere Espada en su artículo. La exageración de esa premisa es hoy tan hegemónica y constante que hasta algunos de los últimos Papas de la Iglesia se han rendido humillados –demostrando una pésima teología– ante ella, balbuciendo que no pueden explicar por qué existe mal en el mundo. Los padres de Mariquilla, en cambio, se atreven a decir algo en verdad subversivo, radicalmente escandaloso, que ni siquiera los Papas se atreven a decir, por miedo a desatar la furia del mundo: «Nuestro Dios lo ha permitido para sacar bienes mayores».
Se trata, desde luego, de la afirmación más «inadmisible» que uno pueda imaginarse. Pero ¿qué quieren decir los padres de Mariquilla con semejante enormidad? Trataremos de explicarlo.
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¿Qué quieren decir los padres de Mariquilla, esa niña atropellada a la puerta de su colegio, cuando afirman que «Nuestro Dios lo ha permitido para sacar bienes mayores»? Al periodista Arcadi Espada esta afirmación se le antoja la «justificación de un dios [sic] criminal» que exige sacrificios humanos. Pero esta es una afirmación absurda, pues precisamente ese Dios «se ofreció a sí mismo como un solo sacrificio por los pecados, válido para siempre» (Heb 10, 12). Dios no exige el sacrificio de una niña, ni la utiliza como instrumento «para llevar a cabo su propósito», como pretende Espada; y, sin embargo, Dios permite que esa niña muera, permite que haya mal en el mundo. ¿Por qué?
El problema del mal constituye la dificultad más fuerte para nuestra inteligencia religiosa del cosmos. Con razón San Agustín, que tanto tiempo dedicó a desentrañar su naturaleza, «buscaba de dónde provenía el mal, y no encontraba explicación», según él mismo nos reconoce en sus Confesiones. Finalmente, formularía un enunciado que es exactamente el mismo que los padres de Mariquilla utilizan en su carta: «Si Dios no fuera tan poderoso y tan bueno que puede convertir el mal en bien, no lo hubiera dejado existir». Por ser bueno, Dios no puede haber creado el mal, que además no es una sustancia, sino una privación (por lo que no tiene causa eficiente, sino causa deficiente). El mal es una deficiencia en la acción de las criaturas (humanas o angélicas), que fueron creadas libres. Pero esa deficiencia, que no tiene su causa en Dios, causa sin embargo daños terribles que Dios tiene el poder de corregir, convirtiéndolos misteriosamente en una plenitud de bienes. ¿Cómo lo hace? Reparemos de nuevo en la carta de los padres de Mariquilla.
Lo normal, ante una privación tan brutal como la muerte de una hija, es rendirse a la desesperación. Pero los padres de Mariquilla hacen exactamente lo contrario. Están tan enamorados de la belleza irrepetible de su hija que tienen la convicción de que esa belleza no puede desaparecer a los cinco años; y, por lo tanto, piensan que a una privación tan maligna como la muerte de Mariquilla sólo puede corresponderse una plenitud de bienes. Los padres de Mariquilla están convencidos de que sólo un mundo no finito –un mundo que exceda sus límites aparentes– puede albergar debidamente la belleza de Mariquilla. En esto consiste la esperanza cristiana: en experimentar que la belleza resplandece más allá de sí misma, que cuando parece que ha llegado a su final, esa belleza florece de nuevo para no acabar nunca. Y esa esperanza es, en efecto, escandalosa, porque nada tiene que ver con el optimismo banal y eufórico propio de nuestra época.
«El optimismo –escribía Bernanos– es una falsa esperanza para uso de cobardes y de imbéciles. La esperanza es una virtud, una determinación heroica del alma. La forma suprema de la esperanza es la desesperación superada». La esperanza cristiana mira de frente la muerte; por eso resulta «inadmisible» para la sensibilidad de nuestra época, que rehúye la confrontación con la muerte en un afán bulímico por ‘consumir’ las alegrías fungibles que le ofrece la vida. Pero, aunque mira de frente la muerte, la esperanza cristiana no se complace en la desesperación, sino que la supera audazmente: por eso se atreve a reclamar a Dios una alegría que no se puede consumir, una alegría que restaure con creces el mal padecido, una alegría que rompa la tensión del tiempo humano.
La esperanza cristiana, ante la privación del bien que es el mal, reclama una plenitud de bienes que llegue más allá de los confines de este mundo. Pero no se trata de despreciar las cosas terrenales a cambio de alcanzar a Dios, como si Dios fuera una cosa aparte de las demás (y no el Creador de todas ellas), o como si sólo se pudiera amar a Dios desdeñando todo lo demás, sino que se trata de amar todas las cosas divinamente abrazadas. De ahí que los padres de Mariquilla, a la vez que quieren a su hija disfrutando de una vida plena, quieren que la madre que la atropelló encuentre la paz y quieren que otras personas encuentren confortación. Porque la esperanza cristiana se hace realidad a través de una radical alteridad: es una esperanza que desborda mi propio bien, para derramarse sobre los demás. Ese Dios en el que creen los padres de Mariquilla no quiere sacrificios, como pretende Arcadi Espada; por el contrario, quiere que ese mal nacido de una privación se transforme en bienes innumerables para todos los que lo han sufrido; y, a través de ellos, para todos nosotros. Yo mismo ya he podido disfrutar de esos bienes, rezando por esa niña, por sus padres y por la mujer que la atropelló.
Esta es la hermosa e «inadmisible» esperanza cristiana. Doy gracias a los padres de Mariquilla por haber tenido el coraje de testimoniarla, sin temor a la furia del mundo.