Los obispos belgas, con su valiente Primado André Leonard a la cabeza, convocaron una jornada de ayuno y oración ante la inminente aprobación de la eutanasia infantil en su país. El gesto ha sido ácidamente criticado como “ingerencia política” por medios y partidos, aunque parece que esta vez la policía no se ha presentado con martillos neumáticos en la sede de la Conferencia Episcopal.
Dicen las encuestas (espiral del silencio no evaluada) que un 74% de la población presta su apoyo (más o menos caluroso) a esta legislación perfectamente coherente con la trayectoria marcada por diez años de eutanasia legal. O sea que la cosa estaba cantada y no era probable que la iniciativa episcopal torciera el rumbo de los acontecimientos. Aun así, había que aprovechar la ocasión para machacar públicamente a la molesta voz de la Iglesia.
Es un dato que no debe pasar inadvertido: la escalada del radicalismo cultural en Europa viene de la mano de una sustancial merma de las libertades. De todas las libertades: de expresión, de educación, de construcción social… pero sobre todo de la libertad religiosa. Por eso la embestida contra la debilitada, casi exangüe, Iglesia católica en Bélgica, era conveniente, más aún, necesaria. Porque aunque su voz sea tan pobre y temblorosa (tal vez demasiado, y de eso habría que ocuparse) el poder sospecha que mientras siga sonando podría quizás volver a empezar una historia distinta. Una historia que no se someta a los dictados de la ideología (antes los grandes totalitarismos, ahora el gender o el laicismo radical) y que por senderos nunca bien controlados (los encuentros personales, las pequeñas comunidades, los grupos de familias…) pueda crecer con paciencia, con esa paciencia que permitió a los monjes renovar una Europa asolada por la barbarie.
De volver a empezar se trata. “La Iglesia está siempre deshaciéndose y reconstruyéndose de nuevo”, hace clamar T.S. Eliot en Los coros de la roca. Hace cincuenta años el catolicismo belga era un semillero de religiosos, misioneros, intelectuales… No sólo: algunos lo reconocían como el cemento espiritual de una nación, y no es extraño que su tremenda caída haya sido acompañada por el desmadejamiento de un país que ya no se reconoce a sí mismo, aunque sus índices de “bienestar” sigan siendo altísimos. Pero los índices de descomposición (no sólo nacional) son también brutales y eso no suele computarse en la alegre fiesta de los medios. Desterrado Dios de la ciudad falta el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre, que renuncia a su responsabilidad moral o se atribuye un poder de manipulación sin límites.
No es mi intención analizar las causas de este hundimiento, al menos en términos sociológicos, que empuja hoy a la Iglesia a los márgenes de la ciudad, que la ha privado no sólo de sus llamativos números sino incluso de la vitola de respetabilidad que podía exhibir. Bien lo experimentó el arzobispo de Malinas-Bruselas, André Léonard, repetidamente acosado por la guerrilla Fémen en sus apariciones públicas.
El buen teólogo Léonard fue llamado a dejar sus libros para empuñar la vara del pastor en estos tiempos turbulentos, y en seguida supo que su primera cátedra sería la de la humillación, bien mediante la burla y el desprecio intelectual o directamente a través del ataque físico. Y siempre pensé que ese grano caído en tierra podría ser la semilla que empezase una lenta germinación. Frente a la tentación de combatir a los lobos con sus mismas armas, el arzobispo anticipó la máxima reciente del papa Francisco: “seamos corderos, nunca lobos; corderos pero no tontos, corderos con la astucia cristiana, pero corderos siempre”.
Por lo demás esa astucia (o ese realismo inteligente que nace de la fe) permite entender que la reconstrucción no puede acontecer mediante una batalla mediática o política. Los números en Bélgica son demasiado evidentes para permitir esas ensoñaciones. Y además se trata de algo bien distinto. Es preciso rehacer la experiencia cristiana en el corazón de la gente y eso no se hace con campañas de marketing sino a través de testimonios de vida, trenzados de razones y gestos de caridad. Muchas veces rechazados y ridiculizados… sí, pero también los únicos capaces de hacer saltar algunos cerrojos. Es verdad que para esto se requiere el temple de una fe amiga de la razón y conmovida por la herida profunda de nuestros contemporáneos. Se requiere también coraje y disposición al martirio, aunque no sea sangriento, pero mesas cosas las han vivido y las viven millones de cristianos en todo el mundo. Basta que la raíz sea verdadera, basta que haya dos que vivan la fe, para que esta historia vuelva a comenzar.
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