Nadie podía imaginar hasta qué punto la actual reforma de la ley del aborto iba a suponer un “casus belli” de primera magnitud en el debate político y social. La implantación sin consenso de la Ley Aído, también tuvo una importante contestación social, pero, sobre todo, a instancia de la sociedad civil, más que por la entonces oposición. Esta, como ahora ocurre, siempre ha pensado que lo prioritario era solucionar la dramática situación económica, entendiendo como secundarios otros aspectos sociales.
Por el contrario, la mayoría de los partidos que no gobiernan han formado un frente común, y sus postulados pasan, en gran medida, por hacer de la actual anteproyecto de la ley del aborto el “leit motiv” y el eje central de confrontación de cara a las próximas elecciones. Aunque estas no tengan carácter nacional, y estén destinadas a elegir a nuestros representantes en Europa, son un ensayo para calibrar las fuerzas internas de los partidos, y para afianzar a algunos dirigentes cuyo liderazgo está en entredicho, y, en consecuencia, su continuidad política. Así, el principal partido de la oposición se ha adelantando y está marcando la agenda política, nombrando a su candidata para estos próximos comicios, dentro de un par de meses. Esta reconocida feminista seguirá las directrices de sus estrategas políticos, y el asunto central será la reivindicación del malogrado derecho de la mujer a decidir sobre la vida del no nacido. Como el Gobierno dilató en el primer periodo de esta legislatura esta comprometida reforma con su electorado, se le amontonan los deberes, por lo que coincide el largo trámite consultivo y parlamentario de esta reforma con el próximo periodo electoral.
La oposición no ha podido encontrar otro reclamo electoral mejor, sorprendiendo al propio presidente del Gobierno, que todo lo apuesta a la economía, y por eso le ha pillado a contrapié. Y sobre todo, han detectado debilidad y falta de convicción en el adversario político, porque como dice la vicepresidenta del Gobierno hay sensibilidades muy distintas dentro del partido, a lo que ha apostillado Villalobos que, efectivamente, no hay unanimidad sobre el anteproyecto de la ley del aborto, y ha concluido Gallardón que las divisiones internas de los partidos los ciudadanos las penalizan. Así pues, la izquierda no tiene otro argumento electoral mejor que ofrecer a sus adeptos y correligionarios que librar la batalla del aborto para desgastar al Gobierno.
Con esta defensa numantina y constante –que tiene aceptación en un importante sector de la sociedad-, se manejan y manipulan argumentos de poco calado antropológico como que la actual reforma del aborto supone una violación de los derechos y la libertad de la mujer, o que representa un avance y progreso social de la modernidad, implantado en casi todos los países europeos, a la vez que se demoniza de retrógrado a quien apuesta por defender las vidas humanas de personas indefensas. Y dentro de la dinámica parlamentaria no se deja de hallar el posible resquicio, tanto para desactivar el anteproyecto de ley del aborto, como para alcanzar reconocimiento electoral, con la reciente proposición no de ley, que instaba al Ejecutivo la retira del anteproyecto de la ley del aborto, solicitando de forma hábil y artera, conscientes de los antecedentes, que la votación fuera secreta. El partido que gobierna ha estado listo ante el engaño, porque ya lo que le faltaba es que cayera en la trampa que se le ha tendido desde fuera, para sembrar la división interna, y por eso han votado en bloque. Así pues, este anteproyecto no ha hecho más que comenzar la larga e incierta travesía que le toca recorrer por el desierto, y las dificultades que tendrá que superar se antoja que no van ser menores, máxime cuando el enemigo está -no sólo en el adversario ideológico y político- sino en casa.
El único paladín y defensor –solo ante el peligro y contra todas las adversidades- de una reforma que, desde luego, no protege totalmente los derechos y la vida del que está por nacer, y que cuya aplicación –si es que llega ese momento- es dudosa, es el ministro de Justicia, al que, hay que reconocerle, al menos, los honores debidos.