Hace unas semanas, el sacerdote e historiador Juan María Laboa, publicó en la revista Vida Nueva un espléndido informe sobre la “Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes” de 1971 que, según su opinión, terminó en fracaso; a mí, en cambio, no me pareció así, y de ese modo lo expuse en un artículo en forma de carta abierta dirigida al autor a publicar en dicha revista, pero su director, después de un cruce de correos fraterno, desestimó su publicación. Pese a ello creo que el artículo contiene ciertos detalles poco o nada conocidos que explicarían los verdaderos objetivos de aquel cónclave, por eso me permito publicarlo aquí en ReL, tal cual lo remití a VN, convencido de que interesará a muchos de nuestros lectores. Carta abierta a Juan Mª LaboaLa “Conjunta” fue un éxito Querido Juanmari: Hace mucho que no nos vemos. Metido cada uno en lo nuestro, no coincidimos en ningún sarao más o menos místico o pecaminoso, según se mire. De todos modos te recuerdo siempre con afecto y leo con gran interés todo escrito tuyo que cae en mis manos, como el pliego que has publicado en Vida Nueva (núm. 2.627, fecha 1319 de este mes de septiembre), sobre la Asamblea Conjunta de obispos-sacerdotes de 1971, que calificas de fracaso. Yo, en cambio, no lo percibí así, sino todo lo contrario, por eso me permito dirigirte esta carta abierta –espero que no te incomode-, para exponer mi punto de vista, que no coincide enteramente con el tuyo, por lo que pido disculpas de antemano. Personalmente tuve una participación muy activa en esa asamblea, dentro del campo informativo. Llevaba no mucho tiempo en la Agencia Efe (desde febrero de 1970), donde había entrado por recomendación del propagandista José Manuel González Páramo, cuyo gestión no he olvidado ni olvidaré mientras vida, porque me hallaba literalmente en la miseria, en paro total, sin saber cómo arreglármelas para mantener a mi numerosa familia. González Páramo es paisano del entonces recién nombrado director-gerente de la agencia oficial de noticias, Alejandro Armesto, y habían estudiado juntos el bachillerato, si no recuerdo mal. Me había incorporado a este medio para ocuparme del área económico-laboral, que hasta entonces ningún otro redactor la atendía salvo en circunstancias especiales. La asamblea iba a cubrirla, lógicamente, el redactor de religión, un sacerdote todavía en activo, cuyo nombre no quisiera citar porque, a pesar de nuestras diferencias, he mantenido con él buena amistad. Pero las primeras informaciones que hizo no acabaron de gustarle al director, porque entendió que, a pesar del clima áspero que se notaba en el ambiente político-religioso, estaban demasiado escoradas hacia el oficialismo y, por ello mismo, les restaban credibilidad. De manera que, sabedor de mis relaciones eclesiásticas, aunque fueran poco recomendables, me llamó y me encargó que me ocupara de la información estricta de la Asamblea (“esto se ha dicho y esto han aprobado), mientras lo demás quedaba en manos del sacerdote, sobre todo comentarios y opiniones de unos y otros, más de unos que de otros, o sólo de unos y nada de otros. Armesto, que confiaba plenamente en mi profesionalidad, de lo cual dio muestras en numerosas ocasiones, sólo me indicó que me pusiera en contacto con don José Guerra Campos y don Laureano Castán Lacoma, para informarme de los entresijos de la reunión. Así hice en cuanto llegué al seminario de Madrid (donde tenía lugar la reunión), pero ni el uno ni el otro me prestaron después mayor atención. Se ve que tenían otras cosas más urgentes de qué ocuparse, para neutralizar en lo posible, digo yo, el pedrisco que se les venía encima. Pero aún con mayor presteza me puse en contacto con don Antonio Montero, para comunicarle la encomienda que me había hecho mi director y las fuentes informativas de las que tenía que nutrirme. Montero organizó de inmediato una improvisada reunión con los verdaderos directores de aquella efervescente orquesta, de modo que hicimos un corrillo aparte, sin sentarnos siquiera, con Tarancón, Quiroga Palacios y, si mal no recuerdo, con Bueno Monreal también. Montero me dijo que contara a los presentes lo que le había dicho a él. Tras escucharme, rogándoles la máxima reserva porque me jugaba el empleo, don Vicente respondió, “tranquilo paisanet”. Tarancón casi siempre me llamaba así, porque somos coterráneos, y le conocía desde mis tiempos de aspirante de Acción Católica, cuando él era arcipreste de Villarreal. Luego añadió: “Tú haz lo que debas hacer y no te preocupes de más. Lo que se debate en estas reuniones no afecta al público en general, sino que tiene otros destinatarios”. No puedo afirmar ahora, al cabo de tantos años, que estas fueron sus palabras exactas, pero sí recuerdo bien que ese fue su sentido. No tardé en darme cuenta allí mismo, que la magna asamblea tenía por principal objetivo escenificar, si no la ruptura, al menos el distanciamiento de la Iglesia respecto al régimen de Franco. O eso me pareció a mí. Es decir, la Iglesia española, por sugerencias del máximo nivel jerárquico, encaraba el futuro, y para ello tenía que soltar lastre político y desprenderse del excesivo enfeudamiento en una situación que por ley de vida se dirigía hacia su final. Yo creo que ese objetivo se cumplió plenamente, de ahí que en mi opinión, la referida Asamblea deba calificarse de exitosa. Otra cosa fue si algunos planeamientos que se hicieron en la encuesta previa y las reuniones preparatorias, quedaron luego reflejados en las conclusiones de la Asamblea, que después de todo no podían tener ninguna fuerza canónica. Me refiero, por ejemplo, al celibato opcional y a la “democratización” interna de las diócesis –la famosa colegialidad-, que pedían ciertos sectores del clero, pero si nada de ello se aprobó en el Concilio Vaticano, poco podía esperarse que lo decidiera una Asamblea de una Iglesia local. Después de todo, esta asamblea era claramente irregular, si no estoy muy confundido, porque no creo que estuviera basada en ninguna norma reconocida, lo que daba argumentos al clero oficialista y a los sectores políticos del franquismo para bombardear la reunión y sus conclusiones. No sé, amigo Juanmari, si al hablar de fracaso de la “Conjunta”, te refieres a estos o a otros aspectos que a mí se me escapan y que no he visto claros en tu pliego, pero por lo que hizo al asunto central de aquel cónclave, como yo lo entendí, los objetivos se lograron plenamente. Otro resultado hubiera sido inimaginable en un hombre tan perspicaz como Tarancón. Mi paisano fue un gran obispo, inteligente, de carácter franco y abierto, totalmente entregado a su ministerio pastoral y al bien de España, que percibía como nadie los cambios del viento que movía a la sociedad. Cuando unos iban (Morcillo, Cantero, García Sierra, Temiño, etc.), don Vicente, siempre en sintonía con Roma, ya estaba de vuelta. Por eso ganó, a la larga, todas las batallas dentro de la propia Conferencia Episcopal y en el terreno político. El bien que hizo a España y a la Iglesia en aquellos turbulentos y difíciles años, a pesar de su escudero, el jesuita Martín Patino, no sé si podremos pagárselo alguna vea, siquiera a título póstumo. Tenía tan claras las ideas que hoy, Tarancón, no sería “taranconiano”. Quiero decir, no seguiría ya la línea “taranconiana” de aquellos tiempos, que, sin embargo, aún mantienen algunos que tal vez se tengan por continuadores suyos, pero que no se han enterado todavía que ha cambiado el ciclo histórico y que hoy son otras las urgencia y necesidades, tanto eclesiales como socio-políticas. No lo digo por ti, querido Juanmari, si no por los progres trasnochados que aún arrastramos en la Iglesia. Tú estás más documentado y eres más objetivo como para criar telarañas en los ojos. Discúlpame, finalmente, junto con el director –a cuya benevolencia me acojo- y los pacientes lectores de Vida Nueva, por este largo exordio, que no tiene otra intención que exponer algunos hechos que pueden contribuir a clarificar el significado de la “Conjunta”. Un fuerte abrazo. Siempre tuyo, Vicente Alejandro Guillamón, ex-director de Vida Nueva