Quien escucha la Palabra de Dios y la vive, nota que no le cabe dentro. A pesar de las dificultades actuales –ha dicho este domingo 5 de octubre Benedicto XVI en la homilía inaugural del Sínodo–, siempre habrá “labradores” de la viña de Dios (ojalá estemos entre ellos), que respondan generosamente. Para eso, hay que conocer y vivir la Palabra, y anunciarla con esperanza, alegría y sin componendas, con inteligencia y corazón. Sobre esto trata el documento de trabajo del Sínodo. El texto se divide en tres partes. Cada una de ellas responde al título del Sínodo mismo: la Palabra de Dios (1) en la vida (2) y en la misión de la Iglesia (3). En primer lugar, la Palabra de Dios. Se comunica a los hombres sobre todo en Jesús de Nazaret, Palabra eterna de Dios hecha carne y vida humana. Ya antes, Dios crea las cosas por su palabra y su amor; especialmente a las personas, con la capacidad para entrar en diálogo con Él y entre sí. Además, Dios deja su Palabra en las Escrituras, que son por ello palabra viva y actual. Y hoy, por la acción del Espíritu Santo, la misma Palabra de Dios se hace también vida en el anuncio de la fe, el culto y la vida cristiana. Es cierto que no faltan “lecturas” inadecuadas de la Palabra de Dios (fundamentalistas, ideologizadas, subjetivistas, faltas de sentido espiritual, etc.). Pero de por sí, esa Palabra sigue siendo eficaz cuando se la escucha con serena confianza, sobre todo en la oración. “Quien escucha –dice el documento– busca en sí mismo un espacio para que el otro pueda habitar en él; aquél que escucha se abre con confianza al otro que habla”. En efecto, y en este caso el “otro” es nada menos que Dios. Nos comunica la verdad de su amor, con el fin de que nuestra vida se convierta, para otros, en “palabra” y de esa misma verdad. Por eso dice San Ambrosio que todo cristiano que cree, concibe y genera el Verbo de Dios. Y de esta manera, la Palabra de Dios es al mismo tiempo comunicación de verdad, estímulo para la conversión, guía para saborear la realidad, impulso para hacerla vida, fuente de consuelo y esperanza. ¿Cómo escuchamos esa Palabra? ¿Comenzamos por meditar asiduamente los Evangelios? ¿Hacemos nuestras las lecturas que escuchamos en la Misa? En segundo lugar, la Palabra de Dios es –debe ser cada vez más– vida para los cristianos. Es alimento esencial de la predicación y la catequesis. Se hace vida para nosotros por medio de la Eucaristía y al mismo tiempo pide que ese pan de vida “se transforme también en pan material, es decir, conduzca a ayudar a los pobres y a los que sufren”. La Palabra se hace vida a condición de que se la escuche y contemple: “Este mundo exige personalidades contemplativas, atentas, críticas y valientes”, capaces de vencer la rutina y el aburguesamiento. “El Evangelio –en términos de Benedicto XVI– es una comunicación que comporta hechos y cambia la vida”. La Palabra cambia la vida desde el corazón. Lleva a combatir las palabras falsas, los pensamientos egoistas, las conductas hostiles. Tercero y último, la Palabra de Dios impulsa a la misión. Quien la escucha y la vive, nota que no le cabe dentro. Por encima de los obstáculos para proclamar y testimoniar hoy esta Palabra (el relativismo y el secularismo, la falta de conocimientos, etc.), brilla su potencia como fuente de conversión y de justicia, de esperanza, de fraternidad y de paz. De modo que San Agustín puede decir: “Quien cree haber comprendido las Escrituras… sin empeñarse en construir, con el entendimiento de las mismas, este doble amor a Dios y al prójimo, demuestra no haberlas aún comprendido”. Los fieles laicos, precisamente por su fidelidad a la Palabra, están “llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del Evangelio en su vida cotidiana, familiar y social”. La Palabra de Dios es, ante todo, una gracia. Una gracia que, según el Papa, no envejece ni se agota; que es capaz de superar nuestra sordera para escuchar aquello que no coincide con nuestros prejuicios y nuestra opiniones. Por eso es fuente de espiritualidad, diálogo y cultura. Poco antes del final se cita a San Máximo el Confesor: “Las palabras de Dios, si son simplemente pronunciadas, no son escuchadas, porque no tienen como voz la praxis –la vida– de aquellos que las dicen. Si, por el contrario, son pronunciadas junto con la práctica de los mandamientos, entonces tienen el poder, con esta voz, de hacer desaparecer los demonios y de impulsar a los hombres a edificar el templo divino del corazón con el progreso en las obras de justicia”. Nuestra conducta se hace, cada día, voz y vida de la Palabra. Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra.