Uno de los textos evangélicos que más me gustan es la curación del paralítico de Cafarnaún, que se encuentra en los tres evangelios sinópticos (Mt 9,1-8; Mc 2,112; Lc 5,17-26), por las grandes lecciones que de allí podemos deducir.
Ante todo veo un ejemplo magnífico de amistad humana. No todos se comportan como los portadores de la camilla, que viendo que no pueden llegar a Jesús hacer un agujero en el terrado para poder acercar su amigo a Jesús. Pero luego me parece muy importante e interesante la reacción de Jesús, que es lo que de verdad quiere enseñarnos: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Para Jesús es mucho más importante la sanación espiritual, moral, el perdón de los pecados, que la curación física. ¿Cuántos de nosotros daríamos más importancia a la sanación espiritual que a la curación física? Recuerdo una anécdota que leí en una vida de San Luis, rey de Francia, hablando con su ministro Joinville: “Qué preferirías, ¿hacer un pecado mortal o contraer la lepra?” El ministro le contestó que prefería cargarse con treinta pecados mortales antes que contraer la lepra. El rey se entristeció porque él si había entendido lo que era un pecado mortal.
La reacción de los escribas me parece normal. Es más fácil decir tus pecados quedan perdonado que decir y realizar una curación milagrosa. Por ello Jesús refrenda sus palabras de perdón de los pecados con la curación milagrosa, proclamando categóricamente que Él sí tiene poder para perdonar los pecado, poder del que hará partícipes a los apóstoles cuando les dice después de la resurrección: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20,22-23) y que son la base escriturística principal del sacramento de la Penitencia.
Ahora bien, sigo pensando que para buena parte de la gente, incluso de los fieles católicos, dan mucha más importancia a la curación física que a la curación moral. Es decir, nuestros criterios no coinciden con los criterios de Cristo. Y eso, no sólo en este punto, sino en muchísimos campos de la doctrina cristiana. Estos mismos días el semanario Der Spiegel ha publicado el resultado en Alemania del cuestionario que la Santa Sede envió a todas las diócesis del mundo con motivo del próximo Sínodo extraordinario. El 69% dice ser «católico» sin necesidad de aceptar los dogmas de la Iglesia. El 86% de los «católicos» alemanes aprueba el uso de anticonceptivos y, en Baviera, el 69% de los divorciados vueltos a casar comulgan habitualmente. La situación entre los jóvenes es aún peor. El cardenal Lehman ha asegurado que los obispos ya sabían cuál podía ser el resultado de la encuesta.
Por su parte la Federación de Juventudes Católicas Alemanas (BDKJ) elaboró incluso una versión simplificada del cuestionario a la que respondieron rápidamente unos 10.000 jóvenes con ayuda de sus ordenadores. Sus conclusiones con claras: «La moral sexual eclesiástica no significa absolutamente nada para nueve de cada diez jóvenes católicos alemanes. Las relaciones prematrimoniales y los anticonceptivos forman parte normal de su vida». Y nadie tiene por ello una mala conciencia.
A primera vista estos resultados son aterradores. Pero tienen la ventaja de darnos a conocer cuál es la situación real, aparte que el número de católicos muy fervorosos no han sido nunca grandes mayorías. Recuerdo una conversación en el Concilio entre un obispo cubano y otro francés y ambos calculaban el número de cristianos verdaderamente fervorosos en un dos o tres por ciento. Aunque nunca hemos de olvidar que no estamos solos. En el episodio del joven rico, cuando los apóstoles le preguntan a Jesús ¿quién puede salvarse?, les contesta: “Es imposible para los hombres, pero Dios lo puede todo” (Mt 19,26). Es decir nuestra esperanza no está en nosotros, sino en Dios y recordemos que Jesús empezó su predicación con doce apóstoles y uno se le torció. Cuando me pregunto si el ser humano vale la pena, la contestación es evidentemente sí, puesto que es Dios quien nos ha hecho.
Ante esta situación: ¿qué espera Dios de nosotros? Supongo que la respuesta está en estas tres palabras: oración, formación y entrega.
Oración: Una vida cristiana sin oración simplemente no es vida cristiana. La oración nos lleva tener y profundizar en nuestro trato con Dios, a conocerle y a quererle. La formación nos lleva al mejor conocimiento de Dios y de su Iglesia, a buscar tener los criterios de Dios y no los nuestros. Y si somos sacerdotes, tener muy claro que lo que la gente busca en mí es que le diga no lo que yo pienso sobre determinado asunto, sino lo que dice la Iglesia. En cuanto a la entrega seamos muy conscientes que a imitación de Jesucristo que “pasó haciendo el bien” (Hch 10,38), también nosotros estamos en este mundo para hacer el bien y colaborar en la construcción del Reino de Dios. Y sean las que sean las circunstancias, nunca nos desanimemos porque estamos bajo la dirección y la guía del Espíritu Santo.
Pedro Trevijano