Los nuevos atentados de ETA han puesto de nuevo sobre la mesa la terrible actualidad del terrorismo. Una vez más, un sector de la población ha mirado hacia el País Vasco con los ojos turbios por el odio, como si todos fueran culpables de haber puesto la bomba o de haber apretado el gatillo. En el País Vasco, desde luego, no todos son culpables, pero sí son todos víctimas. Todos, incluidos los que asesinan o los que colaboran con los asesinos o los que votan a los que asesinan o a los amigos de los asesinos; estos últimos -asesinos y colaboracionistas- son, además, culpables, pero también ellos, aunque no lo sepan, son víctimas. El pecado, de cualquier tipo que sea, perjudica al prójimo, pero también al pecador. En cualquier caso, todos son víctimas. Quizá esto es lo que no entienden los que matan o los que apoyan y simpatizan con los que matan. No entienden que se están haciendo daño a sí mismos, que están destruyendo la base moral de ese país al que dicen amar tanto y por el cual, supuestamente, están asesinando. La gente termina por acostumbrarse a cosas a las que no deberían acostumbrarse y por ver normales situaciones que no lo son en absoluto. Están sembrando de violencia su propia tierra, las almas de los que viven en ella, y eso lo pagan otros y lo pagan caro, pero también lo pagan ellos. Si amaran al País Vasco, dejarían de asesinar. No sólo matan militares o policías. Están matando a su propio pueblo. La RazónSantiago Martín, sacerdote