El próximo martes, el Parlamento europeo votará un proyecto (el Informe Lunacek, ndr) cuyo objetivo es obligar a todos los Estados miembros de la Unión a reconocer los matrimonios homosexuales y cualquier otra forma de pareja, y también iniciar a los niños y jóvenes en una visión “pansexualista” de la realidad social.
Una visión en la que, de hecho, se reconoce el valor de derechos, personales y sociales, a todas las desviaciones, incluso las más patológicas.
Es una señal siniestra de que la mentalidad laicista anticatólica – diría más, decididamente antihumana – está cuajando para imponerse y herir sin golpear, y en la que cualquier mínima referencia dialéctica parece considerarse casi como un delito de lesa majestad.
¿Majestad de quién? La majestad reside en los pueblos de la Unión, a los cuales se les debe poner en posición de poder valorar con realismo y responsabilidad las propuestas que, precisamente, deberían permanecer como propuestas cuando se trata de temas tan importantes para la vida de los pueblos y las naciones.
Por tanto, por la responsabilidad que tengo hacia la comunidad cristiana – y, más allá de ésta, hacia las muchas personas de buena voluntad que encuentro en mi compromiso pastoral diario – admiro y estoy cordialmente de acuerdo con las iniciativas que la Manif pour Tous en Europa y en Italia está poniendo en marcha [el domingo 2 de febrero están convocadas manifestaciones en 7 capitales europeas, incluyendo Madrid, París y Roma, nota de ReL] para iniciar, por lo menos, una obra de gran sensibilización sobre estos hechos de carácter ético y social y sobre los intentos ideológicos que se están realizando.
Me parece la expresión de una laicidad sana, de una laicidad que, para protestar contra posiciones que se revelan efectivamente violentas, sólo hace referencia a la libre conciencia de cada uno, a la propia capacidad de responsabilidad, a la voluntad de servir al bien común del pueblo y de la nación.
Pero, además de este clima de caza de brujas por el cual, en Europa, se empieza a arrestar a ciudadanos culpables únicamente por llevar una sudadera que lleva la imagen de una familia normal, tradicional [casos que ReL documentó aquí]; además de este clima de presión impositiva, lo que afecta gravemente y causa asombro es el reiterado silencio de todas esas realidades institucionales que, a varios niveles y en distintos ámbitos de la vida social, deberían tomar posición de manera significativamente dialéctica sobre lo que, en sustancia, se está imponiendo.
Este silencio no impedirá que la historia lo juzgue como una debilidad imperdonable que se convierte, de hecho, en colusión y, por tanto, en corresponsabilidad.
Muy distintas fueron las actitudes y comportamientos, sobre todo por parte del pueblo católico, en otros momentos graves para la democracia del país.
En esta perspectiva, otro factor me ha causado sorpresa. He participado, como arzobispo de una diócesis italiana, a la serie de manifestaciones que se han realizado con ocasión de la Jornada de la Memoria de las injusticias y los delitos realizados a los hebreos en nuestro país. No he podido evitar un cierto malestar cuando, sobre todo en la presentación histórica de los acontecimientos – no por parte de las instituciones, sino por parte de participantes a título de compromiso cultural -, se ha corrido el riesgo de reconstrucciones parciales en las cuales ciertos factores de hechos tan trágicos han sido minimizados. Por ejemplo, la gran presencia de la Iglesia en Italia, la defensa de miles y miles de hebreos que, gracias a esta ayuda, pudieron huir de un destino terrible.
Pero, más allá de esto, lo que me ha causado estupor es la debilidad de la esperanza que se quería construir sobre esta memoria, donde a menudo prevalecía una actitud de revancha.
¿Sobre qué se construye la esperanza de los jóvenes, un buen futuro para nuestra sociedad?
¿Se construye sobre la memoria de un pasado innoble que ciertamente no hay que olvidar, que no puede ser olvidado, pero que no constituye una base sólida sobre la que depositar esta esperanza fiable, humanamente fiable, de la que ha hablado el gran Papa Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi?
He pensado amargamente en estos días que si el artilugio diabólico de las ideologías y los sistemas totalitarios ha sido brutalmente impuesto a pueblos como la mayor parte de los europeos, que habían madurado durante siglos una autentica y profunda educación cristiana y humana; que si, a pesar de esto, los pueblos sufrieron estas violencias, resistiendo muchas veces en su conciencia y en muchísimos otros casos también en la expresión de su vida cultural y social, entonces, si ciertos sistemas fueron impuestos en esa época, ¿qué resistencia podrá haber a la dictadura que se está preparando?
Esta es una dictadura de los medios de comunicación, de lo política y culturalmente correcto, que encuentra una tradición católica ignorada por la mayoría de los jóvenes, ignorada porque la mayor parte de los que les debían hablar de ella no lo han hecho de manera adecuada; encuentra una trama de vida social muy débil en el plano personal, en el plano de la conciencia humana, en el plano de la conciencia de los valores éticos fundamentales; en resumen, encuentra un pueblo desintegrado, que corre el riesgo de sufrir una dictadura sin ni siquiera la nobleza de la oposición.
No he conseguido salir de estas manifestaciones, que han tenido para mí personalmente el valor de un gran testimonio, con una esperanza sobre el presente y sobre el futuro, con la excepción de una sola: la de no renunciar a mi compromiso diario de ser educador del pueblo cristiano en la fe, y del pueblo humano en la experiencia de la fascinación de lo Verdadero, del Bien, de lo Bello y de lo Justo.
Pero la amargura es que, tal vez, se reducen cada día que pasa las filas de quienes se asumen esta responsabilidad. Y también aquí, todo este incomprensible silencio solo podrá ser juzgado, en su momento, como una traición.
Luigi Negri, arzobispo de Ferrara-Comacchio
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)