Desde que publiqué mis primeras obras dieron en decir de mí que era un escritor ‘barroco’, epíteto que me pareció muy atinado y honroso. Pero pronto fui descubriendo que, al calificarme de ‘barroco’, no me estaban elogiando, sino denigrando, o siquiera despachándome desdeñosamente. Siempre me ha sorprendido la noción peyorativa y por completo equivocada que en España (¡nada menos que en España!) tenemos del concepto ‘barroco’; y, a lo largo de los años, he tratado de encontrar una respuesta a tan grave enfermedad del juicio estético. Creo que al fin la he hallado.
Afirmaba Leonardo Castellani que «la nación que pierde el sentido de lo sacro está perdida»; y añadía que «el sentido de lo sacro no es la religión sino algo anterior a ella; en el cual ella se encarna y a la vez lo estructura, en relación de materia y forma». La pérdida de este sentido de lo sacro dificulta sobremanera el entendimiento de las realidades naturales, que despojadas de su entraña sobrenatural se vuelven antinaturales, según la divulgada sentencia chestertoniana. Esta pérdida del sentido de lo sacro, uno de los signos más clamorosos de decadencia de los pueblos, aflige muy crudamente nuestros estudios académicos, que en el mejor de los casos se quedan reducidos a hojarasca erudita (cuando no a mero refrito y morralla derivativa); de ahí que la mayoría de los estudios dedicados al Barroco adolezcan del mismo mal, que impide la comprensión cabal de una realidad cultural que no es mera reacción al clasicismo, ni tampoco degeneración o agotamiento del mismo, sino la plasmación artística de una determinada concepción del hombre y de su lugar en el mundo que no es sólo ‘teoría’, ni ‘sistema’ filosófico, ni siquiera ‘cosmovisión’ en el sentido moderno de la palabra, sino más bien arte teológico en el sentido más hondo de la palabra. Un arte a la vez apasionado y místico que trata de expresar la tensión dramática entre el destino sobrenatural –glorioso– del hombre y su concreta circunstancia terrenal, por lo común poco gloriosa.
La falta de sentido de lo sacro condujo a Benedetto Croce a definir el Barroco como «una de las variantes de lo feo»; también como «estilo patológico» y «ola de monstruosidad y mal gusto». Eugenio D’Ors, también con escaso sentido de lo sacro, consideraba que el Barroco es una reacción a lo clásico que a lo largo de la Historia adopta diversos avatares: así, consideraba que el Romanticismo es un avatar más del Barroco, dislate en verdad colosal; pues, más allá de que ambos sean rebeliones frente al ‘estilo clásico’, el romanticismo es fundamentalmente un movimiento antropólatra y exasperadamente vitalista (exactamente lo contrario que el Barroco). Por supuesto, expertos posteriores han abundado en estas memeces, a las que han añadido la empanada mental posmoderna, que sólo les permite reparar en la exuberancia formal del Barroco (siempre los árboles impidieron ver el bosque), que a su delirante juicio encubre el «vértigo ante la nada» y no sé cuántas paparruchas más.
Así, el fondo dramático del Barroco es sustituido por un mero culto de las formas; y su estética es percibida únicamente como una pérdida del equilibrio logrado por las formas clásicas y como un cúmulo de laberínticas interrogaciones sin respuesta que el artista barroco resuelve contradictoriamente, porque se halla perdido en una espiral nihilista que encubre su fatal pesimismo. Pero en el arte barroco el culto a las formas es expresión de un drama teológico conscientemente asumido, en el que se juntan la tristeza de la caída y el alborozo del vuelo. Por eso en las creaciones barrocas hallamos a un tiempo culto a las formas que vuelan y a las formas que se hunden, en un abrazo abarcador a la naturaleza humana, lastrada por el pecado y sin embargo codiciosa de su heredad celeste. Esta sensación simultánea de vuelo y de caída es el auténtico equilibrio barroco, que ya no es la falsa armonía clásica, idealizadora de los placeres mundanos, que insta a apurar (según el tópico horaciano del carpe diem), sino equilibrio que subordina la vida a su último fin, que es sobrenatural. De ahí que el Barroco no se recate de mostrar los efectos degradantes de esos placeres, presentándolos como heraldos de muerte y perdición; de ahí que presente el disfrute de esos placeres como una amarga experiencia minada por los secretos microbios de la corrupción física y moral. Por otro lado, el Barroco considera la consecución de esos placeres –que nuestra época presenta como signo de plenitud vital–como una serie continuada de chascos; o, si se prefiere, de desproporciones entre el deseo y la realidad.
¿Se puede decir entonces que el Barroco es un arte pesimista?
Otra de las calumnias circulantes sobre el Barroco, reveladoras de la falta de sentido de lo sacro propia de nuestra época, es presentarlo como un movimiento pesimista. El arte barroco puede, desde luego, señalar que en la belleza de las cosas anida su decrepitud, pero sin olvidar que esa decrepitud es semilla de inmortalidad. Frente al idealismo renacentista, que exaltaba la belleza de la materia, el realismo barroco no deja de recordarnos que esa belleza es pasajera y accidental, apenas una fugitiva apariencia en la que late secretamente la fealdad, un falso esplendor en el que palpita la gangrena del tiempo, heraldo del dolor y de la muerte. De este modo, la fugacidad de la vida, que para el Renacimiento había sido un opíparo botín que debía ser urgentemente apresado, se convierte en el Barroco en objeto de meditación y melancólica gravedad. El Barroco no niega la belleza del mundo, pero la juzga fungible y, por lo tanto, insuficiente para colmar los anhelos humanos; de ahí que cada júbilo porte una semilla de desengaño, de ahí que cada instante nos recuerde que somos ‘presentes sucesiones de difunto’, de ahí que las pompas mundanas se tiñan de postrimería.
Pero esta inquietud, que se plasma en un arte convulso y desgarrado, no es ni mucho menos desesperada; junto a las formas que pesan y arrastran al hombre hacia la tierra, el Barroco celebra las formas que vuelan e impulsan al hombre hacia el cielo. Y ambas formas entablan un combate desgarrador: el hombre está lastrado por las consecuencias del pecado original; pero para superar esa condición frágil cuenta con una inyección de sobrenaturalidad, cuenta con la acción de la gracia peleando con el barro con que ha sido modelado. En el arte barroco lo sacro y lo profano entablan un combate formidable: el pecado y la conversión, la carnalidad más escabrosa y el misticismo más sublime disputan el protagonismo, haciendo del ser humano y de la naturaleza entera una enconada palestra que parece a punto del rompimiento. Frente a los arquetipos idealizados del Renacimiento, el Barroco fija su atención en cada figura humana, en cada acción humana, en cada gesto humano, con exagerada minucia. Sabe que en el libre albedrío de cada hombre se dirime su destino; sabe que en las más asquerosas realidades de la vida puede anidar la Redención, sabe que en la gusanera está prefigurada la gloria.
Esta concepción de la vida es el alma del Barroco. El ser humano abandona los ropajes arquetípicos del Renacimiento para convertirse en criatura perecedera que, sin embargo, vivirá eternamente después de la resurrección, ser libre cuyo destino está en sus manos y cuyo ideal supremo es la salvación personal. El Barroco no es, como lo percibe torpemente D’Ors, un ‘estilo’ que florece en los finales de los períodos clásicos –alejandrino, plateresco, churrigueresco, etcétera–, sino la profunda raíz humana de las formas expresivas españolas, que traslada una emoción religiosa a la materia, que inunda la literatura y el arte del desgarro y la tensión que anidan en la salvación de cada individuo. No es un mero estilo superador de las formas renacentistas, no es un estilo ostentoso o exaltado contrapuesto al estilo equilibrado o sereno del clasicismo, no es un cambio de las formas lineales a otras más libres o recargadas.
Mucho menos es vértigo ante el vacío, como pretenden tratadistas huérfanos del sentido de lo sacro. El Barroco es un impulso ascendente, contrastado sin embargo con la sensación de ser arrastrado hacia abajo. Su esencia última es un anhelo de infinito concebido desde la conciencia de nuestra finitud y debilidad terrenales; y esta contradicción aparente se resuelve a veces de forma tremenda y desaforada –sólo a veces, pues el arte barroco tiene sobrados exponentes de equilibrio, desde Lope a Murillo– en una especie de sublime locura que aspira a fundirse con la eternidad. El Barroco nos muestra, en fin, que una conciencia desgarradamente carnal de finitud y fragilidad puede sin embargo albergar un ansia de abrumadoras grandezas; y este contraste entre la realidad terrena y la realidad sobrenatural –ofrecido a veces en medio de una turbamulta confusa, otras a través de una serena gravedad– crea una majestuosa tensión que el arte nunca había sido capaz de plasmar antes. El Barroco es un arte espiritualizado que trata de alzarse sobre la mera materia sin renunciar a ella, sin prescindir de ella, como tantas veces habían probado antes (y probarían después) las más diversas corrientes estéticas idealistas.
El Barroco, en fin, es el signo de la genialidad española. Llamadme, pues, escritor ‘barroco’; no se me ocurre otro elogio más encendido.