El 31 de enero China celebra la entrada del Año Nuevo del Caballo. Un año marcado por la ralentización del crecimiento, que será además un severo banco de pruebas para el supuesto impulso reformista del nuevo hombre fuerte del país, Xi Jinping. En occidente nos gusta ser optimistas. Y es cierto que el gobierno chino ha hecho amagos positivos: relajación notable de la horrenda política del hijo único, anuncio de la clausura de los campos de reeducación mediante el trabajo, garantía de los derechos de propiedad de vivienda de los campesinos y refuerzo de la lucha contra la corrupción, entre otros. Todo esto debe pasar de la emotiva enumeración ante el Plenario del PCCh a la realidad del día a día. Y los observadores más perspicaces muestran un apreciable escepticismo. Entretanto la represión contra cualquier forma de disidencia política o intelectual se mantiene sin giro apreciable, y la situación de las comunidades cristianas sigue sometida a un verdadero puño de hierro.
Quienes manejan el dossier chino en la Secretaría de Estado del Vaticano se ven tradicionalmente entre el deseo impulsivo de atisbar cualquier mejora y la ducha escocesa de comprobar que nada ha cambiado, o que a un paso adelante le siguen dos hacia atrás. De hecho cuentan por aquellos pasillos que es usual contemplar a dichos funcionarios vaticanos menando la cabeza y murmurando “porci bastardi” (no es precisa la traducción) tras experimentar la enésima trampa de sus ambiguos interlocutores.
Pero hay uno que no se deja ilusionar por las melifluas palabras de los líderes de Pekín, el cardenal Joseph Zen, arzobispo emérito de Hong Kong. Zen se ha convertido en un verdadero látigo para las alambicadas tramoyas del poder chino, y tampoco resulta cómodo para muchos en Roma. Mientras pastoreó su curiosa diócesis ejerció como verdadero “defensor civitatis”, llegando a manifestarse en la calle, hacer huelga de hambre y discutir públicamente con un poder cuyos vericuetos no tienen secreto para él.
En vísperas del Año del caballo el cardenal Zen ha explicado a la Agencia AsiaNews sus expectativas, como siempre, sin pelos en la lengua. Confía en que el papa Francisco profundice el cambio ya iniciado con Benedicto XVI: “el giro de una paciencia heroica acompañado de una posición de claridad”. Pero advierte que aunque al papa Bergoglio le gusta el tango, “en el tango hacen falta dos”, y Zen no ve la misma voluntad de diálogo en la parte del gobierno chino.
Aunque concede a Xi Jinping el beneficio de la duda y piensa que puede albergar deseos sinceros de reformar el partido, advierte que el tiempo corre en su contra y que mientras tanto, por lo que se refiere a la Iglesia, muchos siguen trabajando para destruirla. En concreto denuncia al director de la Oficina de Asuntos Religiosos, un hombre que gestiona las religiones con desparpajo y cuto único objetivo es “esclavizar a nuestra Iglesia, forjando la conciencia de nuestros obispos y sacerdotes, para que se retracten de su fe”. Y el anciano cardenal se pregunta si acaso es un timbre de gloria para los líderes chinos esclavizar a sus compatriotas. “¿Es una victoria para presumir? ¿No saben que al hacerlo atrae el desprecio de las naciones, a pesar de que nos hemos convertido en una potencia económica?”.
El papa Francisco tiene sobre su mesa el amplio dossier que le dejó al respecto Benedicto XVI, el primer pontífice que escribió una carta apasionada y conmovedora a los probados hijos de la Iglesia tras la cortina de bambú. Por su parte el cardenal Bertone, siempre propicio al diálogo con Pekín, ha cedido el testigo al nuevo Secretario de Estado, Pietro Parolin, gran conocedor de los entresijos chinos. Será difícil trazar el rumbo, sobre todo porque la pista es resbaladiza como el hielo y en ella nada es lo que parece. En todo caso las saludables palabras de Zen habrán resultado un baño de realismo, añadido a las noticias del obispo de Shangai Ma Daqin que continúa bajo arresto e impedido para realizar su misión por su gallarda fidelidad a Pedro y su desprecio a los órganos que pretenden controlar a los obispos.
A mediados del pasado diciembre moría el obispo de Tangshan, Liu Jinghe. Fue ordenado sin permiso de la Santa Sede pero después se reconcilió con el Papa y a partir de ese momento fue un testigo valiente que no aceptó componendas con la Asociación Patriótica ni cedió a sus presiones. Antes de morir expresó su deseo de ser sepultado en el cementerio católico de Lulong, donde descansa también el primer obispo de la diócesis, el lazarista holandés Ernest Geurts, muerto en 1940, y donde reposan también muchos sacerdotes y religiosas, para subrayar así su unidad y pertenencia a la Iglesia universal. En una muestra de crueldad estéril el gobierno denegó este permiso, lo que provocó una fuerte tensión entre los fieles y la policía en torno al cuerpo aún caliente del obispo. Así vive la heroica comunidad católica en China, y eso es lo único que no puede olvidarse a la hora de tomar el té con los nuevos mandarines de Pekín.
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