Las cosas andan revueltas. Un exponente de esto es todo lo que se ha desatado ante el proyecto de legislación sobre la protección de la vida del nasciturus y de la madre, es decir sobre el aborto. En el fondo está la gran cuestión de los derechos humanos fundamentales y, también, la concepción de una sociedad democrática inseparable de ellos.
Es importante para situar este tema hacer alguna referencia al contexto cultural actual en el que nos movemos. Este contexto se caracteriza, entre otras cosas, por un escepticismo ante la verdad o por un relativismo cultural y moral. La sociedad o la cultura dominante actual parece que ha dejado de creer en la verdad; en su lugar, duda escépticamente de ella.
Domina la persuasión de que no hay verdad última, de que no existen verdades absolutas, de que toda verdad es contingente y revisable, y de que toda certeza es síntoma de inmadurez y dogmatismo intolerante. De ahí puede deducirse que tampoco hay valores universales que merezcan adhesión incondicional y permanente.
¿Habría derechos humanos fundamentales, de todos y para todos, en cualquier circunstancia? De esta suerte, las formas distintas de percibir la verdad, los valores –y aun los derechos– por parte de los individuos y grupos sociales se hacen objeto de un cierto consenso, en el cual tiene categoría de criterio determinante la opinión socialmente más extendida y el valor funcional que la acredita. Individuos y grupos se ven obligados a renunciar a convicciones con pretensión de hallarse objetivamente fundadas, verdaderamente totalizadoras de la existencia, que aportarían sentido a la vida por su carácter integrador de todos los elementos personales y sociales: se ven, en definitiva, obligados a orientarse sin esa referencia hacia una verdad última y universal que los trasciende.
Este es, a mi entender, el drama de nuestro tiempo. Ahora bien, sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio, y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Sin esta referencia a la verdad última, la posibilidad de una verdad verdadera sobre el hombre y el mundo se debilita hasta el punto de que empieza a perecer que no hay tal verdad. Todo tiende a ser arbitrario y cambiante, relativo, no hay realidades con entidad propia, ni razones que obliguen actuar con fidelidad a una norma para todos, todo tiende a decidirse bien conforme a los gustos o proyectos subjetivos, todo es liberta, en el sentido que todo se puede decidir. La misma democracia es puesta en riesgos importantes de supervivencia o en el camino de ser reducida a una estructura o a un puro mecanismo de regulación empírica de las relaciones sociales, de intereses diversos y contrapuestos.
Se está abriendo paso en la opinión ciudadana una teoría del derecho neopositivista, para la cual la mayoría electoral y parlamentaria, establecida según las reglas de la democracia formal, es la fuente última del orden jurídico, incluidas sus primeras bases constitucionales, sin excepción alguna, ni siquiera en lo que se refiere a la definición de los derechos fundamentales de la persona humana. El problema de la dignidad de la persona humana y de su reconocimiento pleno es piedra angular del Estado y de todo su ordenamiento jurídico, afecta, por ello, a los fundamentos mismos de la comunidad política; y esto mismo es lo que parece que se pone en tela de juicio cuando se da en la cultura dominante de nuestros días el escepticismo y el relativismo epistemológíco imperante.
La democracia, para ser verdadera, creemos que podremos estar de acuerdo, para crecer y fortalecerse como debe ser, necesita de una ética y de un derecho que se fundamenta en la verdad del hombre y reclama el concepto mismo de la persona humana como sujeto trascendente de derechos fundamentales, anterior al Estado y a su ordenamiento jurídico. La razón y la experiencia muestran que la idea de un mero consenso social que desconozca la verdad objetiva fundamental acerca del hombre, de la persona humana, y de su destino trascendente, es insuficiente como base para un orden social honrado y justo. Lo sabemos bien, la democracia no implica que todo se pueda votar, que el sistema jurídico dependa de la mayoría y que no se pueda pretender la verdad en la política. Por el contrario, es preciso rechazar con firmeza la tesis, según la cual el relativismo y el agnosticismo serían la mejor base filosófica de la democracia, ya que ésta, para funcionar, exigiría que los ciudadanos son incapaces de comprender la verdad y que todos sus conocimientos son relativos, varios o dictados por intereses y acuerdos ocasionales. Este tipo de democracia correría el riesgo de convertirse en la peor tiranía, pues la libertad, elemento fundamental de una democracia es valorada plenamente sólo por la aceptación de la verdad.
La historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está de parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista, según la cual no existe una norma moral –tampoco tendría por qué haber unos derechos fundamentales universales y comunes– arraigada en la naturaleza misma del ser humano, a cuyo juicio se tiene que someter toda concepción del hombre, del bien común y del Estado. No podemos negar la evidencia de que existe actualmente la tentación de fundar la democracia en el relativismo moral que pretende rechazar toda certeza sobre el sentido de la vida del hombre, su dignidad, sus derechos y deberes fundamentales.
Cuando semejante mentalidad toma cuerpo, tarde o temprano se produce una crisis moral de las democracias. El relativismo impide poner en práctica el discernimiento necesario entre las diferentes exigencias que se manifiestan en el entramado de la sociedad, entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Si se pierde la confianza en el valor mismo de la persona humana, se pierde de vista lo que constituye la nobleza de la democracia.
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