La existencia histórica de Jesús no puede hoy científicamente ponerse en duda. Fuentes cristianas, como el Nuevo Testamento y los escritos de los Padres de la Iglesia; paganas, como textos de Tácito, Plinio el Joven y Suetonio; y judías, como el Talmud, nos hablan de Jesús como de un personaje histórico.
Jesús de Nazaret ha dejado una huella imborrable en la Historia de la Humanidad. Y sin embargo no realizó gestas bélicas ni ocupó cargos importantes, sino lo que hizo fue predicar la conversión a las gentes, dado que el Reino de Dios, es decir, la salvación, estaba cerca.
Su vida apenas si rebasó los treinta años, y de ellos sólo los tres últimos fueron de actividad pública. La zona geográfica en que se movió fue un país pequeño, Palestina, y además sometido a Roma. Las gentes sencillas, a quienes se dirigió de modo especial en su predicación, lo escuchaban y seguían entusiasmados, pero los poderosos no se sintieron seguros con Él y decidieron matarle ajusticiándole en una cruz.
Prácticamente hoy nadie, aunque sea no creyente, pone en duda que Jesús es uno de los grandes hombres de la Historia. Sin embargo, para sus discípulos Jesús es mucho más que un gran hombre; es, sencillamente, Dios hecho hombre.
La creencia en la divinidad de Jesús, propia de todas las confesiones cristianas (por no aceptar la divinidad de Jesús, los testigos de Jehová no son considerados cristianos), se basa en la fe en la resurrección. En efecto, cuando Jesús murió ajusticiado sus discípulos tuvieron un sentimiento total de fracaso, pero a los tres días Jesús se dejó ver por ellos y les comunicó su resurrección. Hasta tal punto es importante el convencimiento de la resurrección, que San Pablo no duda en afirmar: “Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo” (1 Cor 15,14). La resurrección de Cristo es para los Apóstoles la prueba de su divinidad (Jn 20, 28).
Lo que hizo Jesús desde el principio hasta el final de su vida pública fue predicar el Reino de Dios (Mc 1, 15; Mt 28, 18-20). Este Reino que Jesús anuncia la Iglesia lo describe en el Prefacio de la Misa de Cristo Rey como “reino eterno y universal, de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, amor y paz”. Este Reino supone nuestra transformación en hijos de Dios y consecuentemente en hermanos entre nosotros (1 Jn 3, 1-2). Para San Pablo somos hijos de Dios por adopción (Gal 4, 4), mientras que San Pedro nos dice que somos consortes de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4), cosas que indudablemente significan una altísima dignidad en la persona humana.
Y sin embargo nos encontramos con un mundo lleno de miserias. Por ello Jesús, al anunciar el Reino, exige de nosotros una actitud de fe y conversión. La fe supone creer en Dios y en su enviado Jesucristo, que con su muerte y resurrección garantiza nuestra salvación. Evangelizar es comunicar la buena noticia de que Jesús nos salva. Pero esta salvación no nos llega sin colaboración por nuestra parte, dado que nosotros hemos de participar en la construcción y edificación del Reino. Acoger con fe esa buena noticia nos salva y llena nuestra vida de alegría.
Esto supone nuestra conversión, es decir la transformación profunda de nuestras relaciones con Dios y con el prójimo. En lo negativo lleva consigo la renuncia al pecado y a las malas intenciones, mientras en lo positivo es orientar nuestra vida hacia el bien y a “buscar primero el Reino de Dios y su Justicia” (Mt 6, 33).