Cada vez, gracias a Dios, va calando más, en la conciencia de la Iglesia, que urge evangelizar, como la vez primera. Por todas las partes, la exigencia de evangelización aparece en primer plano. Nos lo recuerda el Papa Francisco, una y otra vez, en continuidad con el magisterio apremiante de sus predecesores.
Pero, tal vez, no aparezca tan en primer plano que evangelizar pasa necesariamente por la unidad de los cristianos y la comunión eclesial. Evangelizar para que el mundo crea, y se salve, para que el mundo aprenda el arte de vivir, para que el mundo se renueve y surja una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad del Evangelio de Jesucristo, y que es Jesucristo mismo. Y para que el mundo crea: que todos seamos uno. Jesús la noche en que iba a ser entregado por nosotros, por la salvación de los hombres, de todos, ora por la unidad; ora antes de su Pasión, tras entregarnos la Eucaristía, fuente y cumbre de la evangelización, base y origen de la comunión; y ora para que seamos uno, y así el mundo crea; que éste es el fin de la evangelización: creer, y así entrar en el amplio universo de una salvación que anhelamos y que nos trasciende. A todos sus discípulos nos envía a evangelizar, y a todos nos llama a la unidad: para evangelizar, para que anunciemos el Evangelio y el mundo crea. Este es, en consecuencia, el gran desafío que tenemos los cristianos: trabajar por la unidad, orar por ella, ya que es don de Dios. No podemos regatear esfuerzos, no podemos negarnos, en modo alguno, a hacer todo lo posible, con la ayuda de Dios, para derribar los muros de la división y la desconfianza, para superar los obstáculos que impiden el anuncio del Evangelio de la salvación mediante la Cruz de Jesucristo, único Redentor del hombre, de cada hombre (Cfr. Juan Pablo II, «Ut omnes unum sint», 2). Es cierto, la triste herencia del pasado nos afecta a todos dentro de este tercer milenio. A todos los cristianos nos corresponde ser los mensajeros y los infatigables trabajadores de la unidad en este tercer milenio, que esperamos ponga fi n a la desunión heredada o a la falta de comunión y de amor con que hemos vivido durante tantos siglos. No es ésta una cuestión secundaria, sino exigencia viva y sustancial para todos los que creemos en Cristo, en el cual la Iglesia no está dividida. El camino de la unidad es un camino irreversible, que hemos de recorrer con la mirada puesta en el futuro; ese futuro no es otro que Cristo mismo, Señor único de la historia, «Camino, Verdad y Vida», el mismo «ayer, hoy y siempre».
La invocación de Jesús por la unidad de los cristianos es, a la vez, imperativo que nos obliga, fuerza que nos sostiene, y saludable reproche por nuestra desidía y estrechez de corazón. La confianza de poder alcanzar, incluso en la historia, la comunión plena y visible de todos los cristianos se apoya en la plegaria de Jesús. Quizá los católicos españoles tenemos muy debilitada la conciencia de la necesidad de esta unidad por la que Cristo se entrega y derrama su sangre. Necesitamos avivarla. Necesitamos insistir y predicar sobre esto. Necesitamos conocer y sentir las heridas de la división. Necesitamos trabajar y orar por la unidad. Esta unidad que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece, en cambio, al ser mismo de la comunidad, de la Iglesia. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su amor (Cf. Juan Pablo II, id. 9). Deberíamos unirnos los cristianos con un solo corazón, unidos a toda la Iglesia, con una súplica más viva y sentida a Dios implorando de Él la gracia de la unidad de los cristianos. «Es este un problema crucial para el testimonio evangélico en el mundo» ( Juan Pablo II, «Tertio Millennio Adveniente», 34).
Para alcanzar esta unidad, que es don de Dios en quien encontraremos la conversión y la renovación de cuantos formamos la Iglesia y de las comunidades, necesitamos esforzarnos más e intensificar más fuertemente la oración por la unidad de todos los cristianos. Si esta súplica, particularmente avivada en la Semana de oración por la unidad de los cristianos, en la que estamos, la hacemos nuestra, si la hacemos petición y anhelo de cada día gozaremos de una renovación profunda, de una vitalidad cristiana vigorosa y podremos así anunciar la Buena Noticia de la salvación para los pobres y pecadores, el Evangelio del perdón y de la misericordia, el Evangelio del amor y de la vida que los hombres, tantísimos hombres, anhelan y esperan.
Finalmente, tengamos en cuenta, que la oración de los cristianos por la unidad –como venimos haciendo esta semana de oración por la unión de los cristianos– nos mantiene unidos en el espíritu y nos invita a encontrarnos y dialogar, sin miedo a la verdad, sin caer en ligerezas ni en reticencias al testimoniar la verdad.
Creciendo en aquello que nos une y superando lo que nos separa, necesitamos el diálogo en la verdad, sin ocultar nuestras fidelidades y escuchando a Cristo, que es la Verdad y tiene palabras de vida eterna. «Que todos sean uno para que el mundo crea», que es, con mucho, lo mejor que le puede pasar y un anticipar un gran futuro que la humanidad entera anhela.
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