Los españoles vivimos en la angustia. Podemos pensar, como quizá pensaban los ciudadanos de Roma o del III Reich, ¿cuál será la nueva iniciativa legal de nuestro Gobierno? ¿Qué buscarán ahora? ¿Cuál será el objetivo de la voluntad del César? No hace falta que ejerzamos de adivinos. El César comunica su voluntad, a través de una de sus ministras, la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, que anuncia que “no puede ser que en España una mujer que necesita interrumpir su embarazo legalmente pueda tener dificultades. Por eso queremos un debate serio, sosegado y de altura que contribuya a la elaboración de la mejor ley posible”. El César lo ha dicho. Su voluntad es ley. De poco sirve lo que digamos quienes pensamos que el César no es Dios. ¿Interrumpir el embarazo? “Interrumpir” es “cortar la continuidad de algo en el lugar o en el tiempo”. Yo “interrumpo” este post si lo acabo ahora mismo o “interrumpo” una conversación si la zanjo de inmediato. También se puede “interrumpir” un embarazo, el estado en el que se encuentra la mujer gestante. Si lo pensamos a fondo, la “interrupción” del embarazo es el parto. Cuando una mujer da a luz al feto que tenía concebido su embarazo se interrumpe o, mejor dicho, se acaba. Llega a su meta y a su fin. El embarazo no es un fin en sí mismo. El fin del embarazo es el alumbramiento, el nacimiento de un nuevo ser. El embarazo siempre se “interrumpe”. Pero la diferencia está en el porqué y el para qué se interrumpe. ¿Se interrumpe para la vida o para la muerte? En un caso o en el otro, muchas veces, se induce el parto. La única diferencia radica en que el feto expelido esté vivo o muerto. Hace unos años no se podía ni imaginar que cuando el feto tuviese quinientos gramos fuese viable. Hoy esa viabilidad es una evidencia. A las veintidós semanas de gestación, a las veinticuatro semanas de amenorrea, el feto, el resultado de la concepción, es viable; es decir, puede vivir, sale a la luz con la fuerza suficiente para seguir viviendo. Las unidades dedicadas a los neonatos así lo ponen de manifiesto. Sin más consideraciones, se puede decir, con base científica, que matar a un feto de veintidós semanas o más es un asesinato. Como un asesinato es entrar en una unidad de medicina prenatal y matar a uno de los niños prematuros que allí es atendido. Hoy son veintidós semanas. ¿Mañana? ¡Quién lo sabe! ¿Y qué le ha pasado al feto entre la semana veintiuno y veintidós? ¿Y entre la semana veinte y veintiuno? Ante la duda, lo prudente, lo moralmente honesto, es abstenerse de hacerle daño. Si uno ve una sombra entre los pinos, y duda de si puede ser un hombre o no, no puede disparar. No cabe invocar una duda que legitime, a priori o a posteriori, un acto probablemente homicida. Se puede optar por “interrumpir” el embarazo. No se puede optar, sin embargo, por no ser madre. Siempre se es madre – o padre - . De un vivo o de un muerto. Pero siempre se es. Eso no depende de la ley positiva ni de la voluntad personal. Comprendo que un padre, o una madre, no puedan o no quieran asumir lo que, irrenunciablemente, son. Siempre les queda una salida: Miles de parejas desean adoptar a un hijo. Ellos no pueden o no quieren seguir siendo padres o madres, pero pueden querer que otros, que así lo desean, ocupen su papel. ¿Por qué cambiar radicalmente su papel? ¿Por qué preferir matar a sus hijos a cederlos a otros? No es fácil entenderlo. El aborto, la eliminación deliberada de un “nasciturus”, es un delito en España. Delitos hay muchos: matar al cónyuge, abusar de los niños, asesinar a otro ser humano. Pero una singularidad hace especial el delito de aborto: la complicidad. La complicidad del Estado, que lo despenaliza en determinados supuestos – y que quiere despenalizarlo en más supuestos -; la complicidad de la sociedad, que pasa del tema; la complicidad de cada uno de nosotros que, obviamente, ya hemos superado la etapa de fetos. El Estado quiere proporcionar “seguridad jurídica”. ¿A quiénes? ¿A las víctimas? No, no es ese su plan. Quiere dar cobertura a los delincuentes: a las madres y a los padres que eligen matar a sus hijos, a los médicos que, por dinero, se prestan a hacerlo; a todos aquellos que, calladamente, aplauden o consienten la inmolación de los inocentes. Quizá dentro de unos años un Juez, de la Audiencia Nacional o del organismo que corresponda, abrirá una causa. Tendrá que reivindicar la muerte de miles, de cientos de miles, de millones. ¿Qué dirán los que vengan después de nosotros? No creo que les sea fácil improvisar una disculpa. ¿Interrumpir el embarazo? Sí. Pero que esa interrupción conduzca a la vida. Guillermo Juan Morado, sacerdote