La libertad de conciencia, con la consiguiente libertad de opinión, de elecciones culturales y religiosas, constituye la base de esa sana laicidad que Occidente ha recuperado tras siglos de fatiga, de tensiones y de violencias, gracias también a la contribución de la gran tradición de vida y magisterial de la Iglesia católica. Hoy, sobre esta sana laicidad de nuestro pueblo y de nuestra sociedad incumbe un peligro gravísimo.
Una campaña mediática poderosa y bien orquestada intenta, de hecho, inducir a la opinión pública a creer que en nuestro país existe un grave y alarmante fenómeno de discriminación basado sobre la orientación sexual, talmente difundido que habría que imponer férreas y ejemplares medidas legislativas para contrarrestarlo. Todo ello a pesar de los datos objetivos que dicen lo contrario y de que se está llevando a cabo una invasiva campaña propagandística en favor de la ideología pansexualista, que consigue entrar incluso en la intimidad familiar de los italianos a través del poderoso medio televisivo.
La ley en debate en el parlamento contiene serios rasgos de inconstitucionalidad y, sobre todo, pone en riesgo la libertad de opinión de quienes se oponen al matrimonio entre personas del mismo sexo, a la adopción de menores por parte de parejas homosexuales o que consideran la homosexualidad una «grave depravación», citando las Sagradas Escrituras (Gn 19,1-29; Rm 1,24-27; 1 Cor 6,910; 1 Tm 1,10), o declaran que los actos realizados por los homosexuales son «intrínsecamente desordenados», y «contrarios a la ley natural», pues «cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual» (art. 2357 del Catecismo de la Iglesia Católica).
Se perfila, por tanto, por primera vez en los setenta años que han pasado desde el final del régimen fascista, el reato de opinión, cifra identificativa de los tiempos turbio de las ideologías estatales, que parecían enterrados definitivamente en la Historia.
La arquitectura ideológica de la intervención normativa en debate en el parlamento italiano se hace evidente por un hecho objetivo: los homosexuales y transexuales ya gozan de todos los amplios instrumentos que el ordenamiento jurídico pone a su disposición, desde el código penal al civil, para defender la propia dignidad personal y tutelarse de formas de injusta discriminación, por otra parte prohibida por el artículo 3 de nuestra Constitución, el cual establece que todos los ciudadanos, prescindiendo de su orientación sexual, «tienen igual dignidad social y son iguales ante la ley, sin distinción de sexo, de raza, de lengua, de religión, de opiniones políticas, de condiciones personales y sociales».
El riesgo, en todo caso, es el de una intervención ideológica e invasiva del Estado en la educación de los jóvenes (especialmente en ámbito sexual), mediante la aceptación de recomendaciones y reglamentos que llegan de las instituciones comunitarias e internacionales, con una fuerte impronta "homosexualista". Como recordaba Benedicto XVI en ese espléndido documento que tiene el nombre de Caritas in Veritate, «la Iglesia, que se interesa por el verdadero desarrollo del hombre, exhorta a éste a que respete los valores humanos también en el ejercicio de la sexualidad», que «no puede quedar reducida a un mero hecho hedonista y lúdico, del mismo modo que la educación sexual no se puede limitar a una instrucción técnica, con la única preocupación de proteger a los interesados de eventuales contagios o del «riesgo» de procrear». Por ello, el Santo Padre exhortaba a oponer «la competencia primordial que en este campo tienen las familias respecto del Estado y sus políticas restrictivas» (n. 44).
La Iglesia habla de la naturaleza del ser humano como hombre y mujer, y pide que este orden de la creación sea respetado, porque en caso contrario se asistiría a la autodestrucción del hombre y, por tanto, a la destrucción de la obra misma de Dios.
Como recordaba de nuevo Benedicto XVI en el discurso que pronunció el 22 de diciembre de 2008 con ocasión de la felicitación de Navidad a la Curia romana, «lo que con frecuencia se expresa y entiende con el término "gender", se reduce en definitiva a la auto-emancipación del hombre de la creación y del Creador», precisamente porque «el hombre quiere hacerse por sí solo y disponer siempre y exclusivamente por sí solo de lo que le atañe», si bien «de este modo vive contra la verdad, vive contra el Espíritu creador». Añadía el Papa con una eficaz metáfora que «los bosques tropicales merecen nuestra protección, pero también la merece el hombre como criatura, en la que está inscrito un mensaje que no significa contradicción de nuestra libertad, sino su condición».
Hoy asistimos al intento de una verdadera y propia revolución antropológica. Y nosotros como obispos, como Iglesia, no podemos asistir pasivamente a la tragedia que tenemos enfrente.
Como he afirmado recientemente, el reiterado silencio de la Iglesia respecto a esta revolución en acto nos hará de algún modo conniventes en el juicio de los historiadores futuros. Esta es una grave eventualidad: creo que una Iglesia que quiere estar presente en el país, que había recibido de Benedicto XVI en el inolvidable congreso de Verona el deber de custodiar y desarrollar la cultura de nuestro pueblo y que contiene también una energía de civilización, debería preguntarse si está a la altura del deber que la base popular y la suprema Autoridad de la Iglesia nos entrega.
Del Prólogo de monseñor Luigi Negri, arzobispo de Ferrara-Comacchio, al libro Omofobia o Eterofobia, de Gianfranco Amato (Fede & Cultura, 2014).