El pasado 16 de agosto se cumplieron 3 años de la muerte del hermano
Roger, fundador de la comunidad ecuménica de Taizé. En la oración vespertina de aquel día, celebrada como siempre en la iglesia de la Reconciliación, con cientos de jóvenes sentados sobre la moqueta para compartir la plegaria de los hermanos, fue asesinado por una mujer rumana desequilibrada. Fue un hecho que conmocionó a todo el mundo, ya que se trataba de una muerte aparentemente sin sentido de una de las principales figuras del siglo XX. Casualmente, murió el mismo año que su querido
Juan Pablo II. Y en los días en los que se celebraba la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia, con la presencia de
Benedicto XVI en un encuentro de miles de jóvenes, que miraron con cariño a esta aldea de la Borgoña francesa para recordar a un gran creyente. Con motivo de esta efeméride, el pasado 15 de agosto L’Osservatore Romano publicó
una larga y muy interesante entrevista al cardenal Walter Kasper, que recomiendo leer.
Kasper, presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (o, de forma más sencilla, el encargado vaticano del ecumenismo), fue quien presidió en 2005 la misa de funeral por el hermano
Roger. Y en la entrevista, el cardenal alemán no se libra de “la pregunta del millón”. Esto es: si
Roger murió católico o protestante. Me refiero así a esta cuestión porque me la están planteando cada poco. También se lo preguntan a menudo a los hermanos de la comunidad de Taizé, por lo que hablé con algunos de ellos este mes de agosto. El periodista “vaticanista”
Sandro Magister acaba de escribir, comentando la entrevista, que “el Padre
Roger Schutz fue las dos cosas”. Creo que este tema –importante a la hora de acercarse a la figura del hermano
Roger y a la realidad de Taizé y su contribución al ecumenismo– merece un acercamiento que quiero resumir aquí.
Roger Schutz (1915-2005) nació en Suiza, aunque sus ascendientes maternos eran franceses. De familia reformada, su padre era pastor, y especializado en exégesis del Nuevo Testamento. Eran fieles a su tradición cristiana protestante, y sin embargo abiertos a otras tradiciones, como lo muestra el hecho de acudir en alguna ocasión a un templo católico, o que la abuela materna de
Roger, tras la Primera Guerra Mundial, frecuentara la liturgia romana. El mismo Roger
afirmaba: “para mí, ella ha sido un testimonio de reconciliación, ha conseguido reconciliar en sí misma la corriente de fe de su origen evangélico con la fe católica, sin lastimar a su familia, sin que ello suponga una ruptura de comunión con los suyos”. El fundador de Taizé creció con este trasfondo familiar y espiritual. De hecho, en ocasiones recordaba alguna visita en su niñez a iglesias católicas. En una de ellas, como decía muchos años después, “todo se encontraba ya sumido en tinieblas, sólo brillaba la luz que iluminaba a la Virgen y al sagrario. Esta luz ha permanecido en mí como una imagen inalterable”. Además, durante sus estudios secundarios fue pensionista de una muy modesta familia católica. Siempre reconoció que “por medio de esta familia, penetró profundamente en mí la fe católica en su vertiente más generosa”. En su adolescencia tuvo una época seria de crisis religiosa, unida a una larga enfermedad, durante la cual se apoyó en la fe familiar. Ya recuperado, aceptó el deseo de su padre para él: estudiar Teología. Cuatro años entre Lausana y Estrasburgo, donde comenzó a pensar en la posibilidad de formar una comunidad contemplativa, algo que llegaría a ser realidad en medio de la Segunda Guerra Mundial en la pequeña aldea borgoñona, y que fue una total innovación en el mundo protestante. Había sido ordenado pastor al terminar sus estudios, pero ejerció muy poco el ministerio, consciente de la importancia de la división de los cristianos en torno a la eucaristía. Al poco tiempo de su llegada a Taizé dejó de atender las comunidades protestantes que le habían encomendado en los alrededores, para dedicarse a servir a su nueva comunidad. De ahí la imprecisión al llamarlo “padre”, como hemos leído más arriba en un periodista italiano. Desde muy pronto pidió que le llamaran simplemente “hermano
Roger”. Sin más. Sin títulos, sin apellidos. Y así ocurre con todos los hermanos de Taizé. La aldea en la que estableció la comunidad ecuménica tenía una pequeña iglesia románica, del tiempo del esplendor de la cercana abadía de Cluny. No contaba con párroco propio desde la Revolución Francesa, lo que puede dar una idea del “desierto cristiano” con el que se encontró Roger. Por eso, desde su llegada allí invitó a algunos sacerdotes católicos a que celebraran la eucaristía allí, como el conocido P.
Couturier, una de las figuras más destacadas del ecumenismo. Por otro lado, el arzobispo de Lyon concertó varios encuentros entre el hermano
Roger y
Pío XII, además de reuniones con otras figuras de la curia romana, como
Ottaviani y
Montini. Vemos, pues, desde el principio, una cercanía muy estrecha con la Iglesia católica. Habló con el Papa y con el subsecretario antes de la promulgación dogmática de la Asunción de
María, intentando evitar el uso primero de la infalibilidad pontificia, con las dificultades que traería para el diálogo ecuménico, pero ya llegaron tarde. En Taizé, “cuando oímos que el Papa hacía uso de la infalibilidad, permanecimos en silencio”. Pero ya desde entonces el hermano
Roger, como prior de la comunidad, no hizo ningún avance importante sin contar con la aprobación del obispo de Roma, cuyo ministerio siempre valoró como insustituible en la Iglesia de
Cristo.
Juan XXIII, que lo recibió antes de su entronización, fue alguien fundamental para Taizé. En los escritos de
Roger encontramos, además de palabras de cariño para el Papa
Roncalli, textos muy graves sobre el primado del amor y el servicio a la comunión del sucesor de
Pedro. En 1962 fueron invitados a participar como observadores en el Concilio Vaticano II los hermanos
Roger y
Max, y acudieron a Roma con ilusión, sin dejar de asistir a ninguna de las sesiones. Su relación posterior con
Pablo VI y
Juan Pablo II también fue cercana, continua y fructífera. En el encuentro europeo de jóvenes que tuvo lugar en Roma en 1980 el hermano
Roger afirmó, delante del Papa polaco: “puedo deciros que, siguiendo el ejemplo de mi abuela, he encontrado mi identidad de cristiano reconciliando en mi interior la corriente de fe de mis orígenes evangélicos con la fe de la Iglesia católica”. Es decir: se sentía un cristiano reconciliado. Nada más y nada menos. Es la pretensión de la comunidad de Taizé: ser una parábola de comunión. Si toda vida consagrada en la Iglesia es muestra palpable de una realidad trascendente, la peculiar comunidad ecuménica francesa quiere ser un adelanto visible para el mundo de lo que tiene que ser el fin y el objetivo del empeño de todos los bautizados: la unidad de los cristianos. Y ojo: ¡una unidad visible! Ya alertaba
Roger desde los comienzos del peligro de aspirar a una mera unión espiritual. En sus libros repetía que “el mundo cree en lo que ve, y actualmente ve a los cristianos divididos. Sólo nuestra unidad visible es capaz de probar al mundo que somos hijos del mismo Padre y fieles al mismo
Cristo”. Un elemento importante a valorar en su sintonía con la tradición católica es la profunda valoración de los votos religiosos como expresión de los consejos evangélicos. La tradición protestante los había dejado de lado por juzgar que se trataba de trabas puestas a un hombre liberado por el sacrificio de
Cristo. Pero en esto llegó
Roger, con su formación calvinista, y mostró con humildad el descubrimiento al que había llegado, en un encuentro sincero con el Señor: a un hombre limitado y pecador, el Espíritu Santo le concede el don de ser fiel toda su vida, de responder generosamente a su voluntad. Ésta es la razón del paso que se dio en Taizé de unos votos renovados anualmente a un compromiso definitivo, para toda la vida. Los últimos que se han entregado de esta manera, en agosto de 2008, son el joven polaco
Wojtek y el argentino
Leandro. En su entrega resuenan las palabras de Ap 2, 10 que el padre de
Roger le leyó en su primera comunión, hace ya mucho tiempo: “Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida”. Además del primado del sucesor de
Pedro y la consagración de vida mediante los votos, hay que destacar el papel singular de la Virgen
María en la obra de la salvación. Y otros pequeños –o grandes– detalles: la gran estima del celibato sacerdotal, la admiración de muchas figuras de la Iglesia católica, pasadas y contemporáneas, etc. En las fechas en las que se acordó tener un representante del prior de Taizé ante la Santa Sede, escribía en su diario (año 1971): “Amo a esta ‘Iglesia peregrina que está en Roma’ y a su obispo. ¿Qué puedo pedirle sino que ilumine, que nos caliente como un fuego, que estimule la comunión entre todas las Iglesias?”. Muchas más cosas podrían decirse. Pero la fundamental es la eucaristía. A muchos les sorprendió que el entonces cardenal
Joseph Ratzinger, en el funeral de
Juan Pablo II, diera la comunión ante las cámaras de todo el mundo al ya anciano hermano
Roger. ¿Se había hecho formalmente miembro de la Iglesia católica? Ante esta pregunta, lo primero que hay que aclarar es que ya llevaba muchos años recibiendo la comunión católica en la oración matinal de Taizé, a diario, donde se reparte el pan que ha sido consagrado en la eucaristía anterior. A raíz de la llegada de los primeros hermanos católicos a la comunidad, en 1969, se planteó la necesidad de participar todos de la misma mesa, para que su realización anticipada de la unión de los cristianos fuera real. En su diario leemos (año 1972): “¿Por qué no recibir aún la comunión eucarística católica? Parece que todo esté dispuesto para ello”. Por aquel tiempo,
Roger, junto con los demás hermanos –protestantes, católicos y anglicanos– con una fe firme en la presencia real de
Cristo en los dones eucarísticos, comenzaron a participar diariamente de la comunión. Una comunidad utópica, una comunidad que prefigura y adelanta un sueño, que será posible por la acción del Espíritu Santo: la unidad visible de la Iglesia de Cristo. Ya escribían
Roger y
Max, tras su paso por Roma en el Concilio, cuando invitaban a su sencilla mesa a muchos obispos católicos, además de a otras personas: “El reparto del mismo pan entre nosotros, que no podemos comulgar de la misma Mesa, nos es dado como una prefiguración del que nos será ofrecido un día en la unidad visible a través de una misma eucaristía”. Como se ha podido ver en este elenco de hechos y citas, el hermano
Roger, además de muchos temas principales para la tradición católica, a la que quería profundamente, profesó la fe católica en la eucaristía. Las palabras de
Jesús en la última cena le llevaban a ello, después de un razonamiento exegético apropiado. Se sentía un “cristiano reconciliado”. Y no podía renunciar a su familia confesional de origen, la que le había transmitido la fe con unas determinadas formulaciones, celebraciones, realizaciones. Siendo, como era, un hombre de comunión, no lo podemos encuadrar en unas categorías confesionales que, aplicadas a
Roger, se quedan anticuadas. Sí, anticuadas. Porque el hermano
Roger, que –como me señalaba recientemente uno de los hermanos de Taizé– se refería mucho en sus últimos años a san
Juan Bautista, era en algo semejante al precursor del Mesías: cuando le preguntaban, se refería a algo nuevo, a alguien que estaba por venir. No era un simple profeta del Antiguo Testamento, sino que anunciaba algo más. Esto es lo que significan las palabras, precisas y reales, del cardenal
Kasper. Con ellas, doy por bien concluida esta reflexión: “En efecto, el hermano
Roger nunca había querido romper con «nadie», por razones que estaban esencialmente ligadas a su propio deseo de unión y a la vocación ecuménica de la Comunidad de Taizé. Por esta razón, prefería no utilizar ciertos términos como «conversión» o adhesión «formal» para calificar su comunión con la Iglesia católica. En su conciencia, había entrado en el misterio de la fe católica como alguien que crece, sin deber «abandonar» o «romper» con lo que había recibido o vivido antes. Se podría hablar mucho del sentido de ciertos términos teológicos o canónicos. Sin embargo, por respeto a la evolución en la fe del hermano
Roger, sería preferible no aplicar a su persona categorías que él mismo juzgaba inapropiadas para su experiencia y que además la Iglesia católica no ha querido nunca imponerle. Incluso en esto, las palabras del propio hermano
Roger deberían bastarnos”.
Luis Santamaría del Río, diácono