Una nueva tragedia colectiva de grandes proporciones ha sacudido a España. El accidente aéreo de Barajas del miércoles, 20 de agosto, ha llevado el luto a numerosos hogares españoles y a no pocas poblaciones de la península y de Canarias, además de algún otro lugar del extranjero. 153 personas fallecidas y 19 supervivientes heridos, unos más que otros, es el tristísimo balance que arroja el siniestro hasta el momento de escribir estas líneas. Entre las víctimas se encuentran familiares muy próximos de un compañero de trabajo de un hijo mío. Exactamente el funcionario de prisiones que ha logrado sobrevivir, aunque se encuentre muy grave, junto a una hija suya, mientras han muerto la mujer y otra hija. Las televisiones y los medios informativos en general han dado hasta más allá de lo prudente, imágenes y comentarios que, en ocasiones, lejos de ayudar a la mejor comprensión de lo ocurrido, dentro de lo que en cada momento se sabía, que era muy poco, se decían muchas tonterías de unos u otros, si no es que eran verdaderos disparates. Esa urgencia agobiante de los medios y familiares en conocer las causas del siniestro, pone en tela de juicio la cordura de más de uno. Entiendo el gran dolor de los allegados a las víctimas, en cuyo estado no se pueden pedir milagros, pero ese no es el caso de los medios informativos, donde tendría que imponerse un mínimo de sentido común. Cualquier persona medianamente razonable sabe que un accidente de tal naturaleza lleva su tiempo, quizás mucho, hasta que se llegan a reunir y encajar todas las piezas del desastre, si es que se consigue alguna vez o no son destruidas por algún magistrado instructor de proceder incomprensible. Las imágenes también nos han mostrado el desfile patético de toda clase de políticos que bien poco podían hacer por las víctimas y sus familiares, como no fuera entorpecer el trabajo de facultativos y demás personal ocupado en el rescate de vivos y muertos y en la atención de heridos y allegados. Pero, claro, una ocasión como ésta, tan desdichada, no se la pueden perder para hacerse la foto aquellos que viven del negocio del voto. Penoso. Ahora bien, si no acuden al lugar de los hechos y a interesarse por los afectados, también los mantean, o los manteamos, por mostrar tan escasa sensibilidad hacia tales víctimas. En todo caso, no son los más necesarios en estas situaciones, entre otras razones porque el público advierte que se trata más bien de gestos de cara a la galería. En cambio hemos visto que se insistía una y otra vez en el esforzado trabajo de cuantos participaban en las tareas de rescate: médicos y otros sanitarios, psicólogos –sobre todo los psicólogos-, Samur, ambulancias, hospitales, bomberos, Policía Nacional, Guardia Civil y Policía municipal, personal de Protección Civil y Cruz Roja, en fin, de todos aquellos que han colaborado en mitigar la magnitud del desastre. La gran labor de todas esas personas se ha visto enaltecida por los medios, porque de justicia era reconocer lo que habían hecho y siguen haciendo. Era, además, una fuente primigenia y fiable de información, aparte de la que ofrecían los representantes del Sepla. Sin embargo, ha existido una llamativa omisión, un extraño silencio, ¿involuntario? en torno al abnegado celo del grupo de sacerdotes, algo más de una veintena, que envió el arzobispado, según alguna noticia suelta de la COPE, para colaborar –en la asistencia espiritual de los afectados-, con el capellán del aeropuerto, mi buen amigo Alberto García Ruiz, sacerdote diocesano perteneciente a la prelatura del Opus Dei. He intentado estos días conectar por teléfono con él para que me explicara su actuación y la de los otros sacerdotes, a fin de reflejarlo en este artículo, pero nadie atendía a mis llamadas. Supongo que Alberto bastante tenía con ir de un lugar a otro para consolar tanto desconsuelo. Pues bien, de este esfuerzo, ni una palabra en ningún medio, salvo alguna nota de vez en cuando en la “radio de los obispos”. Si acaso, la aparición en alguna pantalla del inevitable padre Ángel, el “jefe” de los Mensajeros de la Paz. Pero el P. Ángel va por libre, a su aire, y acude con frecuencia allí donde huele que hay cámaras de televisión, venga o no a cuento su presencia. Es una especialidad de la casa. Sin embargo, fuera de esta comparecencia, nada de nada de los que estuvieron allí, a pie de obra, con la estola al cuello, en los momentos más duros. Los medios prefieren priorizar los masónicos minutos de silencio, tras los cuales el personal suele aplaudir como si les hubiera deleitado el número. Nunca entenderé eso de aplaudir a los féretros y en los actos funerarios. Se ve que a ciertas gentes les gusta la representación. ¿Y qué se puede decir de los otros, los que, como Vicente, van donde va la gente? Bueno, pues eso es lo que hay. Vicente Alejandro Guillamón