Conozco de primera mano lo que es perder un familiar en una catástrofe aérea. Mi padre murió el 19 de febrero de 1985 cuando su avión “se precipitó” ladera abajo por el Monte Oíz de Vizcaya. La muerte de un ser querido es siempre un shock tanto si es esperada, tras una larga enfermedad, como si acontece de forma inesperada, tras un accidente, un atentado o cualquier otra circunstancia pareja. Pero cuando a tu dolor se une el de centenares de familias y va acompañado de repercusión mediática, parece que se agranda. Como cristianos podemos y debemos orar tanto por los que han partido a la otra vida -quiera Dios que todos hayan podido tener un momento de lucidez para ponerse en paz con el Señor-, como por los que se quedan en esta a llorar por su pérdida. Nadie piense que las oraciones no causan efecto. No todos podemos estar junto a los que han sufrido la tragedia, pero sí podemos rezar a Dios para que les dé fuerzas para sobrellevar el drama al que se enfrentan. El Cristo que lloró por la muerte de Lázaro es quien mejor puede consolar a quienes hoy han perdido a sus seres queridos. Y la Iglesia es el mejor instrumento del Señor para encarnar visiblemente dicho consuelo. Oremos especialmente para que el Señor conceda sabiduría y gracia a los sacerdotes que van a atender a los fieles afectados por el accidente. La fe no es algo etéreo que se disipa ante el dolor. Muy al contrario, es en el sufrimiento donde la fe se convierte en el único asidero firme al que agarrarse para no derrumbarse. Que el Señor derrame de su gracia sobre todos nosotros, en especial sobre los que más lo necesitan en estos momentos. Luis Fernando Pérez Bustamante