Los divorcios se disparan. Según datos difundidos en 2007 por el Instituto de Política Familiar, basados en un informe del Consejo General del Poder Judicial, en España se registraron el año 2006, un total de 141.817 divorcios, un 51 % más que en 2005, y un 169 % más que en 2004, o sea, un divorcio cada 3’7 minutos, lo que nos otorga la medalla de oro de la tasa de divorcios por habitante de la Unión Europea y acaso el record mundial. No he localizado en la red los divorcios registrados en 2007, que sin duda serán aún más pavorosos que en los años anteriores, ni tampoco se incluyen en tales cifras, imagino yo, las rupturas de parejas de hecho, que no tienen ningún papel que anular. Si hubiera constancia de este segundo grupo, las cifras alcanzarían proporciones desorbitadas, escandalosas. ¿Por qué sucede eso en un país como el nuestro, de tan antigua tradición y moral católicas? Por varias causas concordantes que obedecen a una sola fuente de inspiración: el laicismo. Por desgracia el laicismo lo invade todo, hecho política de Estado por los gobernantes actuales, que estimulan las rupturas matrimoniales y la desintegración de la familia, con leyes y normas como el divorcio exprés, el “matrimonio” homosexual, el aborto prácticamente libre y, en definitiva, el clima social del “todo vale”, la pareja de usar y tirar y la expansión de la inestabilidad afectiva. De lo que se trata es de romper el espinazo de la “vieja” moral, sin cuya degradación no es posible imponer el modelo secularista que abanderan nuestros dirigentes amasonados. No persiguen a la Iglesia abiertamente, sino que tratan, como las termitas, de minar los cimientos de la fe, los principios éticos de las gentes, los valores que definían a esta sociedad. Ya dijo alguien que tras su paso por el poder, a “España no la iba a reconocer ni la madre que la parió”. En este empeño, la secta política que nos dirige, no está sola. Cuenta con la eficaz colaboración de ciertos medios de comunicación, que no sé si consciente o inconscientemente, difunden modelos personales totalmente opuestos a la estabilidad familiar y la cohesión social. Películas de cine principalmente españolas, los programas de cotilleo de la radio y la televisión, las “escenas de matrimonio” o las escenas de cama de ciertas series televisivas, los revistas del corazón centradas en los famosillos despendolados, son otros tantos espejos deformados en los que se mira alguna gente, a la que tal bombardeo de conductas desviadas acaba extraviando su corazón. Lo peor de la situación, es que a mayor divorcio, a mayor descomposición social, mayores son las consecuencias trágicas en la conducta de los hijos y, extremando las cosas, en la llamada violencia de género o doméstica. El aumento incesante de las muertes de mujeres a manos de sus maridos o parejas, tiene mucho que ver con incremento desorbitado de las rupturas de parejas. Los y las que tanto hacen para arruinar la institución familiar, son lo que más claman contra la violencia de género, como si de aquellos polvos no vinieran estos lodos. Pero si se desintegra la familia, el matrimonio vitalicio, no esperen que el aumento de policía, ni todas las órdenes de alejamiento, ni la dureza de los jueces, van a impedir, ni siquiera mitigar, que esta ola de criminalidad prosiga y aumente. No es una cuestión de leyes y policía, sino de moral, mejor dicho, de amoralismo instigado desde arriba. Tanta violencia sólo podría atajarse mediante la regeneración de la sociedad, el rearme moral de la gente, mas para ello sería necesario la decidida colaboración de los poderes públicos, de los medios de crean opinión, pero hoy por hoy, todas estas instancias, al menos las del poder y algunos grupos sociales que los apoyan, como las feministas y en general la progresía, están, precisamente, empeñadas en todo lo contrario. Por eso, su griterío ante las víctimas que nos “sirve” casi a diario la actualidad, me parece de una hipocresía verdaderamente repugnante. Vicente Alejandro Guillamón