La Jornada Mundial de la Juventud de Sydney, nos dejó estampas maravillosas de casi un cuarto de millón de jóvenes, procedentes de los más diversos lugares del mundo, convocados por la llamada del Papa para afirmar su compromiso cristiano, su disposición a difundir la buena nueva del Evangelio por todos los rincones de la Tierra. Daba gloria ver a tantos miles de jóvenes escuchar con el corazón abierto la catequesis de Benedicto XVI; su participación fervorosa en la gran eucaristía que presidió el Romano Pontífice, aparte de los numerosos actos religiosos que se prodigaron en esos días. Viendo a tantos jóvenes dispuestos a continuar la tarea evangelizadora de sus mayores, desde hace dos mil años, comprobamos que la antorcha olímpica de la fe sigue encendida y pasando de mano en mano en su caminar hacia el pebetero final. Pero aparte de la juventud cuya muestra vimos en Australia, hay otra juventud en buena medida dejada de la mano de Dios, cuyos ideales, si es que tienen alguno, se hallan bien lejos del seguimiento de Cristo. Es la juventud del botellón, los macroconciertos de música epiléptica, las noches interminables en las discotecas, el alcohol y el pastilleo, la píldora del día después o el aborto si el descuido ha sido mayor. Una juventud sin ningún horizonte trascendente, sin ningún ideal de alguna altura, indiferente, ajena a cualquier inquietud espiritual. Su mayor preocupación es “pasarlo bien”, dar satisfacción a sus instintos más primarios, a lo que más asemeja el hombre a los animalitos de sangre caliente. Su talla humana es ciertamente bastante pequeña, porque ni siquiera en lo cultural sus miras son elevadas, y en lo profesional tampoco alcanzan, por lo general, cotas muy altas. Hay otra juventud que podría considerarse más “seria”, más discreta, que acaso ha pasado por la universidad, pero no mucho más cercana a las exigencias cristianas. Una juventud acobardada, temerosa de adquirir compromisos duraderos, compromisos vitalicios, para toda la vida. Son esos jóvenes que tal vez no arman ruido, pero se van a “vivir en pareja”, o sea, amancebados, sin asumir grandes responsabilidades, probar “a ver qué pasa”, y cambiar sin más de compañía si el experimento anterior no les ha satisfecho del todo. O recurrir al divorcio repentino si había papeles de por medio, o matrimonio religioso en toda regla, incluso hijos a los que esos padres no les importa mucho amargarles la vida. Jóvenes y quizás menos jóvenes, superficiales e irresponsables, tan metidos en sí mismos, en sus egoísmos, que raramente piensan en los demás, en el daño que pueden hacer a los que conviven con ellos. Este es, a grandes brochazos, buen parte del panorama que tenemos a nuestro alrededor, pero importa mucho no deprimirse ni desesperar. El número de jóvenes comprometidos con el seguimiento de Cristo siempre ha sido muy pequeño. Recuerdo mis tiempos, ya lejanos, de joven de Acción Católica, donde aprendí el camino que he seguido toda mi vida, a veces en circunstancias muy difíciles, donde éramos siempre pocos, una minoría muy reducida en medio de una enorme masa indiferente y vuelta de espaldas a los valores religiosos. Entonces, tiempos del denostado nacional-catolicismo, no había en el ambiente ninguna hostilidad a la Iglesia, pero una gran parte de los jóvenes vivía su vida sin mayores preocupaciones espirituales. Cuando la sangre hierve, es más fácil prescindir de las demandas externas, aunque sean de grandes ideales, que autocontrolarse, que optar por un vivir contenido y grato a Dios. El Cristo que nos redime estorba y se prescinde de él, echándolo por la borda. Los hombres somos así de limitados y menuditos. La cuestión no está, pues, en lo que sucede extra muros de la fe, sino lo que hacemos para evangelizar a esa juventud sin guía ni pastor, para convertir a los jóvenes inmaduros sin sentido de la responsabilidad, en personas adultas capaces de asumir su papel en la sociedad y compromisos de futuro. Pero nada así puede hacerse si la pastoral juvenil brilla por su ausencia en la mayoría de las parroquias, si ni siquiera la pastoral familiar, germen de un aplazado trabajo con los jóvenes, suscita ninguna preocupación en tantos párrocos cansados de todo. Si nosotros no hacemos nada, no esperemos que vengan de fuera a subsanar nuestras deficiencias. Vicente Alejandro Guillamón