Lo nuestro, llegadas estas fiestas en las que se celebra el nacimiento del Niño-Dios, es el belén, las figuritas precisamente del nacimiento, dominando la mejor estancia de cada casa. El laicismo invasor no consigue erradicar de nuestros lares, esta tradición belenística, sino todo los contrario. Lo observo en su permanencia en lugares públicos –pese a la ferocidad antirreligiosa de los izquierdosos- y en muchos domicilios españoles, o eso me parece a mí. Como muestra quizás baste un botón, de ahí que me detenga en el caso de un matrimonio de arquitectos, que llevan cosa de un año trabajando en Qatar. Tienen un niño de año y medio, que ya lo han hecho socio del Atlético de Madrid, dicho sea de paso. Aunque no se distinguen especialmente por su religiosidad, no han querido privar al niño de su “Colega” de Belén –si me es permitida esta licencia banal-, pero como en Qatar no se venden figuritas sacras, sus padres le han moldeado un nacimiento completo con imágenes de plastilina, que ha quedado de exposición. El poder de la herencia cultural.
Claro que junto al belén se han colado en nuestras costumbres actuales otros símbolos de origen foráneo, especialmente escandinavos y germánicos, como la corona de adviento, el árbol de Navidad, y el grotesco Papá Noel, que la gente emplea como expresión frívola de la Navidad. A mí el napoleónico Papá Noel me cae gordo. No sólo porque el personaje lo representan gordinflón y seboso, si no por su desmedido sentido comercial. Otra cosa es el San Nicolás más estricto o más ajustado a la historia, aunque se le mitifique en cierto modo para consumo de los niños, como aquí hacemos con los Reyes Magos.
El árbol de Navidad, ahora adornado con guirnaldas y esferas multicolores de cristal, se atribuye a San Bonifacio (“el que hace el bien”, monje inglés del siglo VIII), evangelizador y obispo de Germania, finalmente mártir. El santo, al pisar tierras alemanas, arrancó el árbol dedicado a los dioses nórdicos paganos y en su lugar plantó un pino, de hojas o agujas perennes, símbolo de la eternidad del Dios cristiano. Este pino o abeto amanecía el día de Navidad, con los regalos familiares colgando de sus ramas o junto al tronco, como se hace ahora en muchas partes. El árbol de Navidad es hoy un símbolo cristiano de alcance universal. Personalmente no le opongo ningún reparo –muy al contrario que al ridículo Papa Noel-, precisamente por su simbolismo profundamente cristiano y carácter global.
Otra cuestión es el tema de la fecha más adecuada para hacer los regalos a los niños y demás familia. Lo “nuestro” son los Reyes y su sentido evangélico, pero hemos de reconocer que su celebración, con todo su significado litúrgico, se acomoda mal a las vacaciones escolares. Los niños se pasan las tres semanas sin clases suspirando por los regalos que han pedido a los Reyes, y cuando los encuentran al pie de la chimenea o de sus camas, resulta que al día siguiente tienen que volver al colegio, dejando en casa entre llantos o disgusto, su nueva muñeca o el camión de bomberos –ahora más bien un juego electrónico ambisexo-, sin tiempo de disfrutarlo y mucho menos de romperlo.
Mi mujer y yo optamos, desde el principio, en una solución mixta o de compromiso: el día de Navidad les dejábamos los juguetes y en Reyes el material escolar y didáctico: cuentos, lápices de colores, cuadernos de colorear, acaso una cartera o mochila nueva, etc., de manera que en ambas fiestas tenían algo que estrenar y con qué disfrutar. No nos fue mal la experiencia, aunque siempre tuvimos que advertirles que nunca dijeran a compañeros y amiguitos, quienes llenaban el pesebre del Niño Jesús o las alforjas de los Reyes Magos. Como fueron muy formalitos, jamás metieron la pata.
Dado que todos los santos tienen octava, ¡FELICES NAVIDADES Y AÑO NUEVO SANTO Y BUENO A TODOS LOS LECTORES DE ReL!