Leo que Sor Cristina, la monja siciliana que alcanzó fama planetaria participando en la variante italiana del concurso musical La Voz, ha colgado los hábitos. Tras abandonar la vida religiosa, Cristina Scuccia –que así se llama la mujer debajo de la toca– se ha instalado en España, donde «sigue cultivando su pasión por la música». En su día, las actuaciones de Sor Cristina en el célebre concurso televisivo se volvieron ‘virales’, concediéndole una efímera fama mundial; pero, como ella misma reconoce en una entrevista reciente, «esta exposición mediática fue el motor de muchos interrogantes» que, durante la plaga coronavírica, «cuando todo se detuvo», se volvieron torturantes. Sor Cristina resolvió entonces que la vida religiosa no la hacía feliz y abandonó el convento, para terminar trabajando de camarera en España. El mundo siempre actúa del mismo modo: primero nos seduce, después nos abandona, después de arruinar nuestra vocación.
Llama la atención que fuese precisamente durante los meses del confinamiento, cuando el mundo se pareció más que nunca a un convento, sin ruido ni agitación ni distracciones mundanas, cuando Sor Cristina decidió colgar los hábitos. El estrépito de la fama, con su cortejo de aplausos y trasiegos, había invadido su alma; y en cuanto le faltó ese estrépito descubrió que el antiguo fuego se le había extinguido. Pero lo cierto es que el estrépito de la fama es por completo incompatible con una vocación religiosa, como muestra el propio Jesús, que durante los años de su vida pública siempre solicitaba, tanto a sus discípulos como a las personas beneficiadas por sus curaciones, que le guardasen el secreto, que no revelasen a nadie quién los había curado. Cuando, tras la multiplicación de los panes y los peces, la multitud quiere proclamarlo rey, Jesús se escabulle, desdeñando la fama; y lo mismo sucede en otras ocasiones, en tantas que los exegetas han dado en denominar dicha actitud ‘secreto mesiánico’.
Toda vocación de índole espiritual requiere un apartamiento del mundo; y cuanto más exigente es esa vocación, más radical debe ser ese apartamiento. Esta afirmación, que desde luego se confirma en las vocaciones religiosas, sirve incluso para las vocaciones artísticas o intelectuales; pues para desarrollar una obra verdaderamente valiosa hay que apartarse del aplauso mundano, hay que renegar de las modas mundanas e internarse por senderos ásperos, empinados y tortuosos. La crisis que hoy infesta la vida religiosa es inevitable consecuencia de una exagerada asimilación al mundo, cuyas posiciones se adoptan porque se ha desesperado de poder conquistarlo a través de posiciones propias (es decir, porque se ha perdido la fe); y la crisis que infesta el mundo intelectual y artístico es consecuencia igualmente de la claudicación del artista ante las modas que su época le impone, que sólo le permiten brindar pacotillas sistémicas (por supuesto exitosísimas, pero completamente hueras).
Y es que las vocaciones de índole espiritual requieren fijeza y estabilidad, contemplación y meditación. Las vocaciones de índole espiritual exigen un compromiso de la voluntad y un orden inalterado sobre el que ese compromiso pueda desarrollar una labor constante y duradera. Exactamente lo contrario nos ofrece el mundo: inestabilidad, agitación, ajetreo, fluctuación, inconstancia, veleidad, etcétera. Por eso, todas las reformas de la vida religiosa tradicional buscaban un mayor apartamiento del mundo: los carmelitas se hicieron carmelitas descalzos; los franciscanos se hicieron capuchinos; los cluniacenses se hicieron cistercienses; los cistercienses se hicieron trapenses, etcétera. Y de otra manera distinta, lo mismo ocurre con quien desea entregarse auténticamente a una vocación intelectual o artística.
A veces me tropiezo con religiosos bienintencionados que tienen la obsesión de evangelizar el mundo a través de medios audiovisuales, o de las llamadas ‘redes sociales’. No negaremos que, a través de estos falsos prodigios (que son la máquina más poderosa de corrupción intelectual y moral del mundo contemporáneo), se pueda alcanzar de vez en cuando un mínimo influjo que pueda resultar, per accidens, benéfico; pero tal influjo mínimo se logrará a costa de poner en riesgo de muerte la vocación. Una muerte a veces estrepitosa, como la de esta monja siciliana; otras veces soterrada y acaso más hipócrita, como la de tantos religiosos que no han colgado los hábitos pero han perdido la fe, mientras disfrutan de la ‘exposición mediática’ que luego es ‘motor de muchos interrogantes’. Pues, como nos enseña San Agustín en las Confesiones, el alma no halla descanso en las cosas que no son firmes y estables.
Publicado en XL Semanal.