En la catedral de San Pedro y Santa María Joachim Meisner ha celebrado su última Navidad como arzobispo de Colonia. Ese mismo día ha cumplido ochenta años, dejando por tanto de ser elector en un futuro Conclave. Permanece sin embargo como arzobispo primado de Alemania, pero por poco tiempo. La lupa puesta sobre cada movimiento del papa Francisco tiene en la decisión sobre el relevo de Meisner un objetivo predilecto. No en vano con su marcha se cierra una época y pocos saben cómo será la que necesariamente ha de abrirse en pocas semanas.
El ministerio de este rubicundo pastor, nacido en Silesia, comenzó en Erfurt y prosiguió en un Berlín todavía lacerado por el Muro de la vergüenza. En aquellos tiempos la sede berlinesa era una de las diócesis más complejas de la Iglesia católica en todo el mundo, pero el joven Meisner vivía contento con su pequeña y curtida grey. Corría el año 1987 cuando al histórico cardenal Joseph Höffner le llegaba el momento de pasar el testigo en Colonia, y Juan Pablo II se fijó inmediatamente en Meisner. Pude seguir el detalle de su tormentoso nombramiento desde mi puesto como director de la edición española de la revista 30 Giorni: fue un durísimo tira y afloja en el que un papa rebosante de energía desafió los esquemas legados por la historia que conferían al Cabildo de Colonia la potestad de presentar una terna para la elección de su arzobispo. En esa terna no se contemplaba ningún Joachim, pero ese era precisamente el nombre que Juan Pablo II quería ver asentado en la sede primada de una Alemania muy revuelta. Tampoco a Meisner le hacía feliz hacer las maletas, pero naturalmente obedeció. Por algo decía que “el cristianismo no es sobre todo una institución sino una expedición”. Y la suya le llevó desde el este, bajo la férula comunista, al oeste de la secularización rampante.
La recepción del nuevo arzobispo fue todo menos gentil, y queda para la historia el saludo del recién llegado: “vosotros no me queréis y yo no quería venir, al menos partimos de una base común”. Una declaración que revela ante qué tipo de hombre estamos: uno que no ha tenido jamás pelos en la lengua, que no dudaba en cantar las verdades del barquero a sus capitulares, a los medios de comunicación, a sus hermanos obispos, a la canciller Merkel… ni siquiera a los sucesivos papas bajo los que ha servido. Ciertamente no ha sido hombre fácil para nadie, ni siquiera para los que le han admirado y amado. Nunca ha buscado el aplauso ni le ha preocupado aparecer simpático. Aún se recuerda la reprimenda (quizás un punto extemporanea) con la que puso orden entre los jóvenes que esperaban a Benedicto XVI en la JMJ de Colonia. Pero todos reconocen que su único norte ha sido siempre anunciar sin componendas la verdad de Jesucristo que la Iglesia ha recibido.
De 1988 a 2014 la trayectoria de su ministerio en Colonia es casi una parábola de la vida de la Iglesia en Centroeuropa. Se estrenó con la amarga Declaración de Colonia, suscrita por más de un centenar de teólogos contra el rumbo del pontificado de Juan Pablo II, cuyo “hombre” en tierras germanas (dado que Ratzinger ya estaba en Roma) era sin duda Meisner. Es plausible que su larga y trabajosa guía haya detenido la sangría y permitido ver algunos brotes de primavera, además de suponer un punto de equilibrio y firmeza en el seno del episcopado alemán, y una palabra pública fuerte y libre de la Iglesia cuando no era nada fácil pronunciarla. Pero también es cierto que la tarea de sanar y revitalizar aquella iglesia, y de lanzar una nueva misión en una sociedad tremendamente secularizada, sigue abierta veintisiete años después. Y es difícil valorar si la situación es hoy más favorable que entonces.
Corresponde al papa Francisco buscar al pastor adecuado para proseguir esta historia. El redactor-jefe del diario católico Die Tagepost, Markus Reder, ha dicho que la salida de escena de Meisner cambiará radicalmente al episcopado alemán, implicará un profundo corte y dejará un enorme vacío. Reder conoce bien aquello de lo que habla, pero quizás el juicio sea demasiado plomizo: a fin de cuentas Meisner ha sido una sorpresa de principio a fin, y nadie puede descartar nuevas sorpresas, más aún, la fantasía de Dios permite esperarlas.
Mientras tanto el cardenal que sólo vino por obediencia se apresta a mudarse a un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. Si deseara escribir la crónica de estos años, sería un material de primera para comprender el camino que nos ha traído hasta aquí. Y sin duda nos depararía buenos momentos, ya que ni el cálculo ni el resentimiento han condicionado jamás su palabra. Con memorias o sin ellas merece la gratitud de su pueblo, el reconocimiento al obrero que no ha dejado de sembrar y cosechar, ni con bonanza ni en medio de la tormenta.
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