Los 35 años del reinado de Isabel II fue la época "dorada" de los pronunciamientos y sublevaciones militares, aparte de motines -como el San Daniel- y algaradas varias, proganizados casi siempre por generales masones o instigados desde las "sociedades secretas", como las llamada Alcalá Galiano. Los grandes espadones de aquel tiempo, Espartero, Narváez, ODonell, Serrano, Prim, etc., todos masones menos "el espadón de Loja" (Narváez), se disputaban el poder empujándose unos a otros por el bizarro procedimiento de sacar su sable a relucir, hasta que la revolución "gloriosa" de 1868, urdida enteramente en las logias, puso en fuga a la reina cachonda. Isabel II, como su madre, se vio obligada en muchas ocasiones a ponerse en manos de la venerable fraternidad, porque los carlistas no cejaban en su empeño de encender la hoguera de la guerra civil para entronizar a su pretendiente, arrastrando consigo a buena parte del clero y a no pocos feligreses de a pie, entre otras razones, porque aquellos gobernantes con mandil, no perdían ocasión de atacar a la Iglesia. Álvarez Méndez, que se hizo llamar Mendizábal, radical, conspicuo masón, dispuso (18371841), la extinción de las órdenes religiosas y la incautación, sin compensación alguna, de sus bienes por el Estado, que vendió a muy bajo precio para favorecer o crear una "burguesía" que le fuera agradecida y adicta. A esta primera desamortización vinieron otras, que afectaron también el clero secular. Las sucesivas desamortizaciones, sin grandes beneficios para el Estado, causaron enormes daños al patrimonio artístico nacional por el abandono obligado de monasterios, abadías, conventos y otras casas de religión, objeto luego de constantes rapiñas y reducidos muchos de ellos a escombros. En 1834 y 1835, la chusma, atizada desde las logias, que lanzaron el bulo de que los frailes habían envenenado las fuentes, asaltaron numerosos conventos y asesinaron a sus moradores. La revolución "gloriosa" de septiembre de 1868, con Prim, Serrano y Topete, además de otros varios generales, al frente, fue una trama enteramente masónica, que victoriosa, se encontró con la circunstancia no prevista de que doña Isabel tomó las de Villadiego, y dejó a los golpistas compuestos y si novia. Prim inició una gira por las Cortes europeas para encontrar un rey que sustituyera a la fugitiva, pero un rey hecho a la medida de sus ideas. Finalmente lo encontró en Amadeo de Saboya, por supuesto masón y antipapista, hijo de Victor Manuel II de Cerdeña, que se hallaba en guerra con Pío IX, cuyos estados pontificios usurpó. Esto no hizo más que emponzoñar la situación, ya de por sí muy envenenada. El asesinato de Prim dejó al saboyano sin su principal valedor, y los dos años y poco más de su reinado, gobernado de cabo a rabo por los masones, fue una constante pelea de gallos entre los jerifaltes, que aunque todos llevaban mandil, se combatían furiosamente entre sí, aparte del rosario despropósitos, algaradas y motines que tenían patas arriba a la nación, con los carlistas echados de nuevo al monte. El duque de Aosta renunció al trono de manera ilegal, mediante una simple carta de despedida, porque de acuerdo con el artículo 74 de la constitución de 1869, entonces vigente, el rey tenía que ser autorizado por una ley especial "para abdicar la Corona". Y de modo igualmente ilegal, el mismo día de la renuncia de Amadeo, 11 de febrero de 1873, se reunieron el Congreso y el Senado conjuntamente, lo cual prohibía taxativamente la Carta Magna, constituyéndose en Asamblea Nacional soberana. Todo un golpe de Estado, y a propuesta del federalista Pi y Margall, se proclamó la República, dominada totalmente por los venerables hermanos. Como es sabido, en menos de un año que duró, tuvo cuatro presidente (Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, todos masones), el país descarríló totalmente, con el estallido del cantonalismo, fenónemo desmembrador basado en las ideas pimargalianas que oscilaban entre el anarquismo embrionario de la Primera Internacional bajo el dominio de Bakunin, y el federalismo extremo, que primero creaba cantones independientes y luego ya se vería como se volvían a juntar. La cosa acabó como el rosario de la eurora. Reducido el cantonalismo a sangre y fuego, bastó un taconazo del capitan general de Madrid (Castilla la Nueva), Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, para que tinglado se disolviera como un azucarillo en un vaso de agua. La descomposición nacional llegó a tal grado, que incluso la masonería se hallaba fraccionada en no menos de diecisiete obediencias distintas, en lucha fraticida unas con otras. La historia de la intervención masónica en desastres posteriores es más larga, pero siempre encaminada a combatir a la Iglesia, y en particular a las órdenes religiosa, que las persiguieron con saña. Tras la Restauración se llegó a la Segunda República, de manera absolutamente ilegal al igual que la primera, y de la que ya dije algo en mi artículo de hace cuatro semanas, titulado "Los masones atacan de nuevo". Y en esa estamos. Recuperada la libertad de asociación, a la que sin duda tienen derecho, pero no al secretismo, los masones han vuelto a donde solían: al asalto del Poder y a la imposición a toda la sociedad de su laicismo inquisidor y siempre de nefastas consecuencias sociales y políticas. Vicente Alejandro Guillamón PS. En el artículo anterior se deslizó una errata que desearía enmendar. Escribí el "Congreso de Verno" (1822), cuando quise decir el Congreso de Verona. Aprovecho la oportunidad para responder al comentario de un lector, don José López Jiménez, que me preguntaba si conocía alguna publicación que acutalicen las hitorias de los masones, lo que están haciendo ahora y cuáles son intenciones y posibles acciones. Ese trabajo lo estoy haciendo ahora, como remate de un libro sobra la masonería, que espero ver publicado dentro de unos meses. Confío que en él pueda satisfacer su interés. España descarrila con los masones al mando (I) España descarrilla con los masones al mando (II)